La bandera del Corsario

Hacía tiempo que mi amigo Rafa andaba insistiendo en que fuera a su casa a ver una bandera de un buque corsario que había encontrado en el interior de un viejo canterano. Así que una de estas últimas tardes ventosas de otoño decidí aceptar su invitación y me dirigí a su casa armado de una botella de vino Blanc d’Àmfora y de un tortell. La bandera de un corsario bien merecía un buen maridaje de vino y tortell.

Reportaje: Las banderas del Corsario

Reportaje: Las banderas del Corsario

José María Prats Marí

Nada más entrar en el salón de su casa, vi sobre una mesa baja de centro una caja plana rectangular de madera barnizada como las que usan los artistas para guardar sus pinceles y sus pinturas, pero más grande.

—¿Está aquí dentro? Pregunte yo.

—¡No! ¡Es ésta que está sobre el sofá! Me dijo.

—Ah, creí que era una sábana. Respondí.

La extendimos entre los dos sobre el suelo del salón. Era una bandera blanca, de una tela que parecía ser de lana fina. Mediría aproximadamente metro y medio de ancho por dos y pico de largo. Parecía una sábana antigua. Tenía impresa unas barras cruzadas en forma de equis con un gran escudo en el centro, que me pareció que era el escudo de algún rey Borbón.

La sábana tenía unas manchas amarillentas más o menos en forma de círculo. Me dijo que eran de sangre, aunque a mí más bien me parecieron las típicas manchas producto de la humedad de las casas del barrio de la Marina de Ibiza.

Me contó que era la bandera de un buque corsario propiedad de un antepasado de su familia, que había muerto en combate contra un buque inglés y que habían cubierto el cadáver con esa bandera. Fue en mayo de 1798, en la guerra contra Inglaterra de 1796 a 1802. ¡Qué historia más interesante!, le comenté.

Salí a la calle muy contento por haber tenido la oportunidad de ver la bandera y escuchar la historia, pero, a la vez, un poco mosqueado por el modelo de bandera que había visto. No me sonaba nada. Esperaba ver la típica bandera española de finales del siglo XVIII, roja y amarilla, con el escudo de Castilla-León en el centro. Pero no esa.

Picado por la curiosidad, al llegar a casa, lo primero que hice fue ponerme unos guantes de látex y abrir el armario donde guardo los viejos libros de historia marítima llenos de bichos bibliófagos, pececillos de plata creo que les llaman, que me donan mis amigos. Seguro que en esos libros estaría la clave del misterio de tan extraña bandera. Así fue.

Cuando tras la Guerra de Sucesión Felipe V accede al trono de España, el Rey se impone la tarea de unificar todas las banderas del Ejército y de la Armada. Y aunque para la Armada no podamos precisar el momento o la disposición creadora exactos, sí podemos afirmar que, a principios del siglo XVIII, los buques de guerra enarbolaban, «como bandera larga de popa», una bandera blanca con las Armas del rey Borbón, reducidas a los cuarteles de León y Castilla con la corona real.

La más antigua disposición que encontramos referente a esta bandera se remonta al 20 de enero de 1732, cuando a instancias de su Secretario de Estado de Marina e Indias José Patiño, el Rey ordena que «lleven todos los navíos (…) los pabellones o banderas largas de popa blancas con el escudo de las Armas Reales (…) de la forma que se practica». Es decir, que probablemente ya se hacía así desde que en 1707 se produjera esta innovación en el Ejército y solo se trataba de establecer la norma por escrito para la Real Armada.

Sin embargó, a los buques mercantes les estaba prohibido usar esta bandera. Para ellos era obligatorio el empleo de la bandera blanca con la cruz de San Andrés o cruz de Borgoña o, al menos, se les obligaba a llevar un aspa roja. Probablemente a los buques corsarios, al tratarse de «buques de particulares» también les correspondiera enarbolar esta bandera en popa, si bien es muy probable que también llevaran una segunda bandera izada en algún mástil o en alguna verga con la insignia propia de cada patrón corsario.

Pero en la práctica ocurría que los corsarios preferían llevar la misma bandera que los buques de la Armada porque de esta forma imponían mayor respeto frente a sus presas y evitaban que se les confundiera con simples mercantes. El mal uso del pabellón de la Armada por parte de los corsarios acabó dando lugar a abusos, lo que llevó a las autoridades a tener que tomar cartas en el asunto y a imponerles duras sanciones.

Años después, en 1748, el rey Fernando VI decidió poner solución a este tema y promulgó unas nuevas Ordenanzas regulando el uso de la bandera para los buques españoles, en las que decía que los navíos de la Armada continuarían con la bandera ordinaria nacional blanca con el escudo de sus armas, y «los buques de particulares», refiriéndose a todos los que no eran buques de Estado, continuarían enarbolando la bandera blanca con Cruz de Borgoña.

La gran novedad

Pero, al mismo tiempo, esta disposición introducía una gran novedad. Era la primera regulación que se hacía de la bandera de corso en unas Ordenanzas Generales. La norma dividía a los buques corsarios en dos grandes categorías: los que fueran «armados en Guerra y Mercancía», es decir, mercantes armados principalmente para su autodefensa; y los que fueran «armados solamente en Guerra», los auténticos corsarios, debiendo estos últimos añadir el escudo con las Armas del Rey sobre la Cruz de Borgoña. De tal modo que, a partir de ese momento, la bandera de los corsarios era la de la ilustración que figura en este artículo, que no era otra que la que encontró mi amigo en su casa.

Pero no acaba aquí la cosa. La bandera de los buques de guerra tenía el inconveniente de que el escudo del rey Borbón español sobre fondo blanco la hacía muy parecida a la de otras naciones europeas. Hecho que, en ocasiones, daba lugar a malentendidos, desconciertos y otras situaciones desagradables en la mar, como pudieran ser choques fratricidas entre buques propios y aliados, lo que hoy en día se conoce en el argot militar como enfrentamientos «blue on blue». Esta situación se puso de manifiesto de forma evidente durante la Guerra de Independencia de los Estados Unidos, en la que Francia y España fueron aliados luchando contra Gran Bretaña en apoyo del ejército norteamericano de George Washington.

Estas razones impulsaron al rey Carlos III a ordenar a su secretario de Marina, Antonio Valdés, que le presentara varios bocetos de un nuevo modelo de bandera de popa para los buques de guerra, de modo que, entre todos ellos, se pudiera elegir el que tuviera mejor estética y visibilidad en la mar.

Tres franjas

De los doce bocetos que se le presentaron, el elegido fue el que tenía tres franjas horizontales, la alta y la baja de color rojo y la central de color amarillo y doble ancho, tal y como la conocemos hoy en día, y a la que se le añadió el escudo reducido de los cuarteles de Castilla-León con la corona real encima. Las franjas rojas y amarillas no solo tenían gran visibilidad en la mar, sino que también recogían la tradición de los colores de la bandera de la Corona de Aragón, compensando con ello al escudo central con las Armas de Castilla-León.

Dicho y hecho, Carlos III firmó un Real Decreto el 28 de mayo de 1785 en Aranjuez en virtud del cual la bandera blanca con el escudo del rey Borbón era sustituida por la nueva de franjas rojas y amarilla. El Real Decreto, que fue publicado en la Gaceta de Madrid de fecha 12 de julio de 1785, textualmente comenzaba así:

«Para evitar los inconvenientes, y perjuicios, que ha hecho ver la experiencia puede ocasionar la Bandera nacional, de que usa mi Armada naval, y demás Embarcaciones Españolas, equivocándose a largas distancias, ó con vientos calmosos con las de otras Naciones; he resuelto, que en adelante usen mis buques de guerra de bandera dividida lo largo en tres listas, de las que la alta, y la baxa sean encarnadas, y del ancho cada una de la cuarta parte del total, y la de en medio amarilla, colocándose en esta el escudo de mis Reales Armas reducido los dos cuarteles de Castilla, y León con la Corona Real encima (…)»

A partir de ese momento, esta bandera pasó a ser el distintivo oficial de los buques de la Real Armada. El Gobierno de Carlos III también la quiso extender al Ejército y a todos los ámbitos del Estado, pero en ese momento no fue posible. Todavía tendrían que pasar cincuenta y ocho años hasta que la reina Isabel II firmara un Real Decreto en 1843 declarando a ese modelo de bandera como bandera nacional de España. ¡Nada hay más difícil que imponer un cambio!

En 1785, se aprovechó, además, para, con la misma combinación de colores, crear una bandera mercante lo suficientemente similar a la de la Armada como para identificarla como la bandera española. La elegida constaba de cinco franjas horizontales amarillo-rojo-amarillo-rojo-amarillo, con la banda central de doble ancho, a la que, por su condición no-militar, se privó de escudo.

Con todo, la Ordenanza de Carlos III de 1785 no afectaba a los buques corsarios, ni tampoco a las Instituciones del Reino ajenas a la Armada que, en teoría, debían continuar con las banderas que ya tenían asignadas.

Pero se ve que los nuevos colores de bandera debieron gustar mucho, porque su poder de irradiación se manifestó manera extensa e inmediata en todo el Reino. Enseguida, tanto el Servicio de Correos Marítimos, como la Real Compañía de Filipinas, la Real Hacienda, la Junta de Sanidad de Cádiz, la Casa de Contratación de Sevilla, etc, solicitaron permiso al Rey para utilizar la nueva bandera, añadiéndole sus propios escudos distintivos sobre la franja amarilla, en sus buques y embarcaciones; y el Rey se lo concedió sin poner ninguna objeción. De modo que los corsarios, al quedar siendo los únicos que tenían que continuar enarbolando la bandera corsaria de 1748, se convirtieron en última reliquia viviente de la Ordenanza de Fernando VI.

Para el corso

Así las cosas, bien pronto surgieron voces diciendo que la bandera de corso, por la condición cuasi militar de estos buques, requería de una nueva normativa más contemporánea. Máxime cuando a finales del siglo XVIII, la mayoría de los capitanes corsarios ya eran «oficiales graduados» de la Real Armada. Situación administrativa que convenía tanto a los corsarios como al mismísimo Rey. Los primeros conseguían reconocimiento, prestigio y distinción, mientras que el Rey quedaba satisfecho porque les podía someter a disciplina militar y a las Reales Ordenanzas de la Armada, y todo ello sin darles derecho a cobrar un sueldo de la Real Hacienda.

De modo que, en 1793, el rey Carlos IV, entre cacería y cacería, se vio obligado a promulgar una nueva Ordenanza recopilando todo lo regulado desde 1785 hasta la fecha. Dicha disposición extendía el uso de la bandera de la Armada de Carlos III, (1785), a todos los buques e instituciones del Estado, cada una con su distintivo propio en la franja central: la de Correos Marítimos, la de las embarcaciones de la Real Hacienda, la de los buques de Sanidad, etc.

Y asimilaba a los buques corsarios de verdad, «armados al solo objeto del corso en tiempo de guerra» y sometidos a disciplina militar, completamente a los de la Armada, gozando de idéntico pabellón que ellos. Mientras los «buques armados en corso y mercancía», es decir, mercantes armados para autodefensa que también ejercían el corso de forma ocasional, para lo cual contaban con patente de corso, debían de izar la bandera mercante con el mismo escudo de Castilla-León, que llevaba la bandera de la Armada. ¿Vaya lío, verdad?

En la práctica, ocurrió lo que tenía que ocurrir. A finales del siglo XVIII, la bandera de la Real Armada ya era la única que era reconocida en todos los puertos extranjeros como la enseña oficial del Reino de España. Por ello, poco a poco y con el tiempo, se acabó convirtiendo en «la bandera nacional» de España.

En definitiva, a los efectos de la bandera que encontró mi amigo Rafa escondida en su viejo canterano, esta no podía ser la bandera reglamentaria que debían lucir los buques corsarios el día que su antepasado perdió la vida en combate. Si acaso, sería la antigua bandera del buque que estaría todavía a bordo, guardada o arrumbada en algún lugar del jabeque, y la emplearían para cubrir el cadáver del capitán corsario. La bandera desplegada durante el combate, en mayo de 1798, tenía que ser, sí o sí, la de las franjas rojas y amarilla.

No se me ocurrió otra cosa que llamarle por teléfono para contarle el fruto de mis investigaciones, pero cuando oí la señal de tono de llamada en el móvil, me di cuenta de que no tenía sentido destrozar la historia tan bonita que me había contado. Así que, cuando atendió a mi llamada, me limite a darle las gracias por su hospitalidad y a decirle que la próxima vez que nos viéramos, en lugar de un tortell le llevaría un par de rubiolets que eran igual de buenos y había que probarlos.

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