Dominical. Memoria de la isla

Nos han robado las calles

Dentro de cada uno de nosotros habita el niño que fuimos y a él nos conviene acudir para rescatar del naufragio de la infancia todo lo que ahora puede ayudarnos a sobrevivir.

Callejeando por el Ensanche. | TONI ESCOBAR

Callejeando por el Ensanche. | TONI ESCOBAR / Miguel ángel gonzález

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Por lo general, todos percibimos como progreso la tremenda transformación que han tenido, en las 6 o 7 últimas décadas, Ibiza y Formentera. El turismo masivo que arrancó en los 60 nos sacó de la pobreza y del anclaje que las islas tenían en el Viejo Mundo. El tiempo dirá si por ello no hemos pagado un precio demasiado alto. Por desmemoriado que uno sea, los recuerdos dicen que aquella mutación que nos cambió la vida ha tenido cara y envés. Distintas lecturas. Y no todas buenas. Ni el pasado que recordamos fue un paraíso ni lo es la realidad que tenemos hoy. Uno diría, resumiéndolo en cuatro palabras, que hemos conseguido mejoras incuestionables de puertas adentro, —vivimos en casas más confortables—, pero que de puertas afuera hemos ido a peor. Lo mismo en la geografía interior que en los litorales, no hemos tenido ni una sola intervención que la mejorara.

Y peor ha sido, si cabe, en la ciudad. Todo lo construido, a partir de Vara de Rey hacia poniente, lo que llamamos Ensanche, es una ciudad nueva, sí, pero anodina, fea y de difícil habitación. Hace tiempo que las calles han dejado de ser una prolongación de la casa y hoy las transitamos por necesidad, porque vivimos en ellas, no porque hacerlo nos resulte grato. Un pequeño detalle lo demuestra: cuando queremos callejear por el mero hecho de hacerlo, oxigenarnos y estirar las piernas, no lo hacemos por la Vía Púnica o, pongo por caso, por las calles del Bisbe Huix, Catalunya o Aragó, acudimos a los barrios de la ciudad vieja, de la Marina y Dalt Vila.

Regresamos a la ciudad como era. Y no es que por ello uno eche de menos las calles de tierra, con sólo carros y bicicletas. No es eso. Sólo digo que la ciudad ha crecido invertebrada, sin espacios verdes, sin aparcamientos en los edificios y sin los mínimos equipamientos y servicios públicos… Hemos estado la intemerata de tiempo sin estación de autobuses y, para colmo, la hemos hecho mal. Hemos dado al traste con el impar humedal del frontis de la ciudad que era un patrimonio medio—ambiental de un enorme valor y una de las señas de identidad de la bahía, hemos dejado que la singular barriada de la Penya se convirtiera en un gueto en el que casi no nos atrevemos a entrar. Y así podríamos seguir. Tenemos un problema y, en vez de solucionarlo, lo hacemos mayor y es peor el remedio que la enfermedad. Es lo que también hemos hecho con tantísimo coche como tenemos. En vez de crear aparcamientos, tantos como sean necesarios, la solución ha sido convertir toda la ciudad en un estacionamiento masivo y demencial. ¿Alguien es ya capaz de imaginarse cómo sería la ciudad sin él? Hoy la ciudad es de los coches y para los coches. ¡Qué les voy a contar!

Si digo que los coches nos han robado las calles, no reivindico que uno pueda sentarse con una silla en el portal de su casa, que las mujeres puedan hacer corrillo en las aceras dándole a los bolillos o que el tendero de la esquina saque sus cajas de tomates y berenjenas a la calle. La cosa no va por ahí. Los tiempos son otros y también nosotros somos otros. Se entenderá lo que quiero decir si acudimos a un hecho —hay muchos otros— que descubren la pérdida de calidad de vida que ahora tenemos. Es lo que hemos hecho con los niños y los viejos. Como es impensable que los niños puedan jugar en la calle, les hemos preparado corralitos con grava o arena para que puedan embarrarse como les gusta y necesitan.

Arrinconados en residencias

Y como tampoco los abuelos pueden zascandilear como solían, porque callejear al descuido tiene un altísimo riesgo, —se te pueden llevar por delante—, los hemos arrinconado en residencias que funcionan como guarderías y, en el mejor de los casos, en ese caritativo apartheid que llamamos Centro de Jubilados, de la Tercera Edad o de Mayores, donde, supuestamente, el personal se lo pasa requetebién jugando al parchís, echando una cabezadita o leyendo un Diario de Ibiza de la semana pasada. ¡Toda una juerga!

Y otro pequeño detalle. ¿Han caído en la cuenta de que palabras que en tiempos eran comunes y familiares como vecindario y vecinos han perdido sentido? Se nos han quedado en sólo la cáscara, se nos han quedado vacías. Hoy sucede que la mayoría de quienes habitamos la ciudad en cualquier edificio—colmena ni tan siquiera nos conocemos. Tenemos una flagrante deshumanización urbana. Y nos hemos acostumbrado a ella. Ibiza, hoy, es una ciudad menos amable y menos habitable que la de ayer. Es a tal punto así, que recordar la vida que se hacía en ella hace sólo 6 o 7 décadas, lejos de ser una nostalgia injustificada o inútil, puede darnos algunas lecciones.

Callejeando

Cuando en las calles se podía callejear —disculpen la redundancia, pero era lo suyo—, los más mayores,— tribu en la que ya milito—, podíamos solearnos en cualquier rincón. Los que renqueaban se quedaban para hilar su cháchara en los bancos del Parque o s’Alamera, y quienes andaban mejor de camales se acercaban al Muro, donde sobraba asiento en el banco corrido del paseo que recorre por arriba el malecón; y todavía era mejor si bajaban con el solecico de la media mañana a la rotonda del faro, que en su levante y de cara al antepuerto tenía —y afortunadamente tiene— un oportuno banco que era también, como todos, el banc del si no fos. Es güelo Toni preguntava: «¿Com va això, Pere?». Y en Pere respondía: «Va bé,Toni, va prou bé, si no fos per…». Y cada cual añadía sus destemples, achaques y arrechuchos: «Si no fos pel reuma, si no fos pel mal que em fa sa cama, si no fos pel cap se me’n va …».

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