Memoria de la isla

Cuando las calles eran de tierra

«Las calles de la Marina fueron las andaderas de nuestra niñez, los pasos de nuestra madurez pensativa, los caminos lentos de nuestra vejez. (…) Los antiguos habitadores de aquellas calles, los que las poblaron en nuestra infancia, ¿qué se hicieron?». E. Fajarnés Cardona. ‘Viaje a lbiza /La Ibiza de nuestro tiempo’. (1958 / 1978)

Una calle de la Marina.

Una calle de la Marina. / VICENT MARÍ

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Siendo importantes los cambios que ha experimentado la ciudad histórica, es mucho mayor la transformación de su entorno, la bahía, el Pla de Vila y el Ensanche que se extiende hacia Figueretes, Can Misses, Ca n’Escandell, Cas Serres y Es Viver, una nueva ciudad anodina y divorciada de la antigua, con la que no tiene nada que ver. Puede decirse, sin embargo, que en algún aspecto de esta mutación hemos tenido suerte. Los barrios de toda la vida, la Marina, la Penya y Dalt Vila, no han sufrido derribos. Salvo algún caso, como el del cine Serra que vio dos veces el martillo pilón, los edificios que conocimos hace 60 o 70 años siguen en pie. Aviejados, sí, pero reconocibles. El paisaje urbano de los antiguos barrios es el que conocimos. Las casas son las que habitamos y recordamos. Lo que es radicalmente diferente nos queda a pie de calle. Donde había una mercería tenemos una tienda de souvenirs, donde estaba el Diario de Ibiza hoy hay un bar, donde conocimos un almacén de tejidos se ha instalado un banco y una familiar chacinería es una agencia de viajes. Y no es raro que sea así. Porque viejos oficios -hojalatero, herrero, talabartero, alpargatero, etc- han desaparecido. Y algunos otros se han trasladado, con mejores perspectivas, a la ciudad nueva. 

La Marina también tiene en la memoria, cuando la caminamos, sonidos y olores

Quedan, -aunque cada vez menos- algunos restos del naufragio en la Marina. Resisten las farmacias de la calle de las Farmacias que en el callejero es Anníbal y Antoni Palau, el bar San Juan, la sombrerería Bonet, el restaurante de ca n’Alfredo y el Pereira, teatro en tiempos, cine en nuestra infancia y hoy en meritoria restauración, veremos para qué. Y poco más queda de los viejos tiempos. Hablamos de naufragio por el brutal cambio -este sí fue grave-, que en determinado momento experimentaron los tres barrios de la ciudad vieja. Sucedió, más o menos, en los años 60. Como si alguien hubiera tocado arrebato, buena parte del vecindario de la Marina -también el de Dalt Vila y de la Penya- salieron a escape en un éxodo digno de estudio, aunque el motivo estaba claro: se buscaba comodidad en las viviendas de la ciudad nueva. Con el resultado que vemos, la deshabitación de la ciudad primigenia, sometida hoy a la estacionalidad del turismo que lo rige todo: los comercios suben las persianas en Semana Santa y la bajan, porque se acaba la función, por Todos los Santos. El resto del año, la ciudad es un escenario vacío. 

Quienes crecimos en la Marina, la Penya o Dalt Vila, -yo viví en Azara, junto a la Drassaneta y en Ignaci Riquer-, cuando volvemos a los barrios en los que crecimos, lo hacemos con una nostalgia que no podemos evitar, porque nuestra religación con sus rincones y calles es vivencial, afectiva. Y cabe reconocerlo, también agridulce. Volvemos al Parque, a la plaça de sa Font o al carrer de sa Xeringa y nos sentimosen casa, pero nos incomoda la ciudad desvertebrada, sin un alma en invierno y en verano convertida en un circo de tenderetes para turistas. Caminamos la ciudad vieja y los recuerdos nos llevan a lo que no vemos. Sin darnos ni siquiera cuenta, nos vamos diciendo «aquí estaba esto, allí estaba aquello». 

De tierra

En las calles de ahora recuperamos las de entonces y aunque son las mismas, ya son otras. Aquellas eran de tierra. Y eran de los vecinos. Eran un pequeño mundo abigarrado de caras conocidas que iban de aquí para allá. Cada uno a lo suyo, sin prisas. Y como la ciudad era pequeña, nos veíamos, unos a otros, dos o tres veces cada día. Y era común el corrillo, el palique a pie derecho para hablar del tiempo que hace y del tiempo que pasa, de que acababa de atracar el Manolito, de que en la chacinería de Ca na Clara había matanza, y gerret muy barato en la Peixateria.

La Marina también tiene en la memoria, cuando la caminamos, sonidos y olores. Oímos el tintineo de la fragua, el ‘flap’ del barbero que sacude como un torero la capa que nos libraba de los pelos, nos llega el silbido de la saturadora que en la Fábrica Mañá de Gaseosas y Sifones mete a presión agua y gas en las botellas, oímos el golpeteo sordo en su banco del alpargatero de Azara, y el resoplar asmático, ronco, de la cafetera del Dorado, y el tracatraca de las Minervas que trasiega Palau en la trastienda del Diario de Ibiza, dale que dale: los aparatos de radio mezclan sus diales con Boby Deglané, el serial de turno con las Matildes, los discos solicitados y los consejos amatorios y culinarios de doña Elena Francis. 

Y en cuanto a los olores, nos huele a tierra, a hierro, a cal y a esparto. Y también a mar, que está a dos pasos. Y sin verlos, vemos carros, muchas bicicletas y una nerviosa guzzi -colorada, como todas-, escandalosa en su petardeo. Y recordamos también la ristra de taxis, negros de charol, que tienen parada en el lado norte de Vara de Rey. Y en la Ciudad Alta, también deshabitada, ya no quedan canónigos. Tampoco gatos. 

La prolongación de la casa

Echo en falta, sobre todo, como vemos en la fotografía, la vida que se hacía en la calle que era una prolongación de la casa: unas mujeres cosen y le dan al doble hilo de la conversación y la costura; unas niñas aprenden ganchillo porque es verano y no tienen escuela; una payesa vuelve a casa con el cántaro de agua; un gato husmea y sueña espinas; y en medio de la calle, alguien tiene un puchero en brasas sobre un cubo. Y lo que en la foto no sale, pero si ve nuestra memoria es la colada en los alambres de los tendederos que sacan las intimidades a la calle, enaguas y calzoncillos y otras prendas que en su balanceo dan curiosas sombras sobre el enjalbiego; y cuelgan también las sábanas que con su albura multiplican la luz que penetra oblicua el callejón y deja una sensación de luz mojada, de resplandor humedecido.

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