Imaginario de Ibiza

Cuando el agua dulce fluía por la bahía de Portmany

Antes de la llegada del turismo y la transformación del puerto de Sant Antoni, la ensenada era un paraíso que rebosaba vida en todos sus rincones

El pozo de la playa 
de es Pouet. X.p.

El pozo de la playa de es Pouet. X.p. / xescu prats

Xescu Prats

Xescu Prats

Si hay magia en este planeta, está contenida en el agua. (Loran Esiley)

Hubo un tiempo, no hace tanto, en que la bahía de Portmany era un territorio absolutamente virgen en el que abundaba el agua dulce. Los niños de la posguerra, cuando aún no existía el nuevo dique que cambió para siempre la fisonomía del puerto, a partir de los años 50, se zambullían desde el muelle de los pescadores y atravesaban la ensenada hasta situarse frente al hotel Ses Savines, que ya existía desde 1935. Conocían la localización exacta de un manantial que brotaba en mitad del mar, donde bebían hasta saciarse un agua tan dulce y fresca como si acabaran de izarla de un pozo.

Junto al palacio, el chalet de veraneo de la familia Riquer rebautizado así por sus dimensiones (hoy edificio Portus Magnus), caía un riachuelo que desembocaba en el puerto. Frente a él los niños atrapaban pulpos y alevines de mero. En la playa de s’Arenal, la orilla se hallaba tan saturada de tellinas que podías llenar un cubo en un santiamén y sobre la posidonia se hacían gambas a puñados. Las nacras se reproducían por toda la bahía, entre praderas submarinas y restos de vasijas y ánforas de época romana, que de vez en cuando quedaban atrapadas en las redes de los pescadores. La bahía, en definitiva, proporcionaba toda clase de especies en abundancia; era un criadero infinito.

Cuando diluviaba y el torrente de es Regueró se transformaba en un río caudaloso con el agua tintada de arcilla, incluso se pescaban anguilas en la desembocadura. El pozo de la playa de es Pouet, prácticamente inmerso en el mar, acumulaba agua dulce y surtía a las casas de campo aledañas, cuando se les agotaba el agua de lluvia de las cisternas. Allí llenaban también sus barricas los barcos madereros que exportaban género ibicenco a Levante y Cartagena, antes de emprender la travesía.

La transformación

A poca distancia del molino de sa Punta había otra fuente que manaba abundantemente junto a las rocas y todo el llano se hallaba cubierto de norias, que extraían agua dulce de la capa freática, a pocos metros de profundidad, generando huertas y campos de fruta inmensamente productivos.

Quienes la conocieron relatan que aquella bahía de Portmany era el paraíso en la tierra y que asombraba a los primeros turistas que, en los años treinta, aparecieron por Sant Antoni. Al otro lado de la rada, desde es Pouet hasta Port des Torrent y más allá, no existían edificios ni calles, sino campos labrados, extensiones de vides, pinares y alguna casa de campo encalada aquí y allá. Poco a poco, con la transformación del puerto y la construcción de hoteles y apartamentos, la bahía fue evolucionado a lo que es hoy en día. Rescató a sus habitantes de una vida austera, sembrada de dificultades, proporcionándoles prosperidad y futuro, pero a costa de envenenar el edén. Entonces nadie tenía el conocimiento necesario para sopesar y limitar las consecuencias de un crecimiento tan acelerado. Sin embargo, a las generaciones que no conocimos aquella bahía, cómo nos gustaría asomarnos al pasado a través de una ventana y contemplar la maravilla que fue el sitio donde crecieron nuestros abuelos.

Un futuro marcado por el ciclo del agua

Con el desarrollismo de los años sesenta y setenta, la bahía de Portmany se llenó de hoteles. Como entonces no existía la red de saneamiento, cada alojamiento construía su propio emisario, que vertía directamente al mar, a treinta o cuarenta metros de las playas donde chapoteaban sus clientes. Durante un tiempo, el agua llegó a estar tan sucia que prácticamente desaparecieron los peces. Con el alcantarillado y las depuradoras el problema se redujo, pero la sobresaturación sigue produciendo vertidos constantes, a veces tan graves como el ocurrido en Caló de s’Oli este otoño. No hay mayor reto para la bahía que evitar que un solo litro de agua sucia acabe en el mar. Aunque, hoy por hoy, este objetivo parece una utopía.

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