Memoria de la isla | En aquella España de tebeo

«Yo quiero un TBO, yo quiero un TBO, / si no me lo compras, lloro y pataleo. / Yo quiero un TBO, yo quiero un TBO, / si tú me lo compras, callado estaré mientras lo leo». Letrilla popular en los 50.

Capitán Trueno.

Capitán Trueno. / di

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Posiblemente porque la España franquistaera una ‘España de tebeo’, los tebeos fueron un magnífico recurso que, disfrazados de aventuras y humor, nos explicaban lo que por lo derecho no podía decirse.

Mientras crecimos, entre los años 40 y 60 del siglo pasado, los tebeos fueron una bendición y un invento extraordinariamente oportuno. Nos distraían, sí, pero también nos abrían los ojos al ser un reflejo, caricatura pero fiel, para bien y para mal, de lo cotidiano, de la vida que se hacía. Los tebeos fueron un auténtico tesoro. Hoy sorprende constatar que nuestros mayores no los valoraran. Según ellos, nos llenaban de pájaros la cabeza, lo que no era cierto porque éramos pequeños, pero no tontos. Distinguíamos perfectamente la fantasía y la realidad. Lo único que afortunadamente se nos escapaba –eso lo vimos después- era el adoctrinamiento camuflado de un nacional-catolicismo carpetovetónico que presionaba a las editoriales.

Por lo demás, los tebeos nos despabilaron más que los manuales al uso que tuvimos en La Consolación, en la Graduada o en cualquiera de las Escuelas Nacionales. El problema que teníamos con los tebeos es que proliferaron tantas colecciones que nuestro menguado estipendio semanal se quedaba corto. Sin contar cuadernillos de humor como DDT, Pumbi, Jaimito, el TBO y las sentimentaloides publicaciones femeninas de la Colección Azuzena o Florita, me vienen a la cabeza, entre otros, El Jabato, El Corsario Negro, El Cachorro, El Guerrero del Antifaz, Flash Gordon, Diego Valor, Roberto Alcázar y Pedrín, El Capitán Trueno, El Pequeño Luchador, Aventuras del FBI, El Hombre Enmascarado, Hazañas Bélicas, etc. Con aquella catarata de tebeos nos conformábamos con comprar un solo ejemplar en el Diario de Ibiza o en Casa Verdera, todo lo más dos.

Pero eso sí, con la suerte de que en el carrer de la Xeringa, en Casa Carlos, teníamos un increíble arsenal de tebeos de segunda mano que adquiríamos por unos céntimos y que también cambiábamos por los que habíamos leído, teníamos repetidos o no nos interesaban. Otro recurso era intercambiarlos con los amigos, un trapicheo que nos enseñó a negociar, cosa que también aprendimos con los puestos de venta que montábamos en las aceras con un cajón que nos servía de mostrador para exponerlos.

Aprendimos de verdad a leer

La aportación más importante que para nosotros tuvieron los tebeos era que, una vez que dominábamos las melifluas frasecillas del Catón Moderno –“mi mamá me mima” y cosas así-, donde aprendimos de verdad a leer, con ganas y de corrido, fue en los tebeos. Muy difícil hubiera sido conseguirlo con las lecturas ejemplares, soporíferas y moralizantes, que todavía circulaban aquellos años. Las escuelas ya habían arrinconado las rancias fábulas de Esopo y Samaniego que habían aburrido a nuestros padres, pero las que conocimos todavía conservaban dejes y resabios catequizadores. El caso fue que la lectura de los tebeos nos atrapó. Y lo hizo de tal manera que llegamos, incluso, a coleccionar y devorar los minúsculos ‘Cuentos de Calleja’, de sólo 5 x 7 centímetros, que venían en las tabletas de chocolate Valor, Tárraga, Elgorriaga y Zahor, sin que nos importara su letra diminuta. Y de los tebeos, no mucho después, pasamos a Conrad, Melville y Julio Verne.

Pero además de aficionarnos a leer, al estar ilustrados, los dibujos de sus viñetas –escenas que venían lógicamente secuenciadas para contar atractivas historias con pelos y señales- nos familiarizaban, cosa entonces inimaginable, con las imágenes que luego nos han invadido y que ya no nos sorprendieron. Los tebeos nos hicieron otro impagable regalo al descubrirnos el complejo mundo de los mayores que en muchos aspectos se nos escatimaba o no alcanzábamos a entender. Ahora, muchos años después, sorprende comprobar hasta qué punto, en muchos casos, aquellos cuadernillos supuestamente inocentes podían ser corrosivos y de un realismo crítico desenfadado que, al disimularlo con aventuras y humor, esquivaban la censura.

De las trifulcas familiares teníamos un repertorio completo en La familia Ulises, La familia Trapisonda, Matildita y Anacleto, un matrimonio completo y personajes como Casildo Calasparra, La suegra Tula y el abuelo Cebolleta. Y temibles eran en el provecto seno familiar los terribles Zipi y Zape, Jaimito, la terrible Fifí, El Doctor Cascarrabias y la inefable Doña Urraca que no dejaba títere con cabeza. De la división de clases, pobres y ricos, teníamos un ejemplo demoledor en Carpanta, vagabundo que vivía en el ojo de un puente y se las ingeniaba para sobrevivir. Del mundo del trabajo nos daban noticia Pepe Gotera y Otilio, chapuzas a domicilio, El botones Sacarino, Anacleto, agente secreto y Mortadelo y Filemón, Agencia de Información. Incluso del servicio doméstico teníamos ejemplos en Petra, criada para todo y en Pascual, criado leal. De los escarceos y fracasos amatorios era una muestra Roberto Picaporte, solterón de mucho porte y las Hermanas Gilda, solteronas de armas tomar, una tonta y la otra lista, una ingenua y la otra pasada de rosca. Don Furcio Buscabollos nos ofrecía una feroz crítica de las costumbres que traía de cabeza a la censura.

‘Japos’ contra yankees

En Hazañas Bélicas teníamos mucha guerra en la que, por supuesto, los buenos eran americanos y los malos comunistas y japoneses, los ‘japos’ a los que los cuadernillos llamaban ‘enanos amarillos’. Incluso teníamos luchas y aventuras galácticas en Flash Gordon que tuvo réplica hispana en nuestro Diego Valor que nos vendían como “el piloto interplanetario del futuro”. Finalmente, porque seguir sería la historia de nunca acabar, el canto a lo hispánico se hacía en El Guerrero del Antifaz, una guisa de matamoros que proclamaba y defendía raza, religión y patria. Y a la par, Roberto Alcázar y Pedrín nos introducía en el mundo del capitalismo y de las mafias. A nadie se le escapa que el apellido del protagonista tenía resonancias del Alcázar de Toledo, y algo sí había también de de joseantoniano en el apuesto Roberto, gloria patriótica del bando franquista. Afortunadamente, estos subliminales mensajes no nos llegaban.

Suscríbete para seguir leyendo