Memoria de la isla: Desde los campos del edén

«Llevaba un pellejo de cabra con un negro y preciado vino que me había dado Marón, el hijo de Evanto. Me dio 7 talentos de oro, una cratera de plata y12 ánforas que llenó de un vino puro y grato al paladar, bebida de dioses. Nadie en el palacio conocía su existencia, sólo él, su esposa y la despensera. Siempre que bebían aquel vino rojo y delicioso, llenaban una copa, vertían 20 medidas de agua y desde la cratera se esparcía por la estancia un olor delicioso. De este vino me llevé un gran pellejo y provisiones en un saco de cuero». Homero, en ‘La Odisea’.

Prensa fenicia de Tell el-Burak(actual Libano).

Prensa fenicia de Tell el-Burak(actual Libano). / Archivo Magón

A partir del siglo V aC., Ibiza tuvo un cultivo intensivo de la vid y una importante actividad vitivinícola. Más que por el comentario que a vuela pluma hacen de nuestras viñas Timeo de Taormina y Diodoro de Sicilia, lo sabemos por la información más fiable que aportan nuestros arqueólogos en base a los vestigios físicos que tenemos: las abundantes ánforas vinarias que salían de nuestros alfares para exportar el mosto que producía la isla, las cerámicas domésticas que confirman su consumo y, por supuesto, los cultivos de viña en trinchera que tenemos, sin ir más lejos, en el Pla de Vila y Fruitera. En estas notas nos interesamos por el largo camino que hizo la viña desde los campos del Edén a nuestra isla, donde pasó a ser un cultivo significativo.

El famoso canto IX de ‘La Odisea’ que recojo con el pasaje de los Cíclopes y sus referencias al vino, viene a cuento porque es un relato coetáneo a la llegada de los fenicios a la Península Ibérica, allá por el siglo VIII aC. El gran poema épico se escribió en los asentamientos que Grecia tenía en la costa oeste de Asia Menor (actual Turquía), cerca de donde por primera vez se domesticó la vitis silvestre que, convertida en Vitis vinifera, proporcionó el primer mosto. Tal vez alguien recolectó uvas agrestes, las dejó en un contenedor cerrado donde fermentaron y después de probar su jugo, pensó que rebajaría su agror si se cultivaban las cepas silvestres con aplicación, —cosa que haría jugando al acierto/error—, hasta conseguir un caldo bebible. Fuera como fuese la feliz ocurrencia, la Arqueología nos lleva a las montañas del Tauros, en la zona oriental de Turquía. Allí, en los cursos altos del Éufrates y el Tigris, donde la fábula bíblica sitúa el Edén, se hallaron rastros de la Vitis vinifera, del 9.000 aC.

Y a partir de aquí, no es difícil seguir su rastro. En Ají Firuz Tepe, al norte de Zagros, tenemos unos contenedores encastrados en el suelo, del 5.000 aC., con unos restos amarillentos que, tras pasar por espectrometrías y cromatografías, confirmaron la presencia de ácido tartárico, compuesto orgánico específico de las uvas. Y continúa el viaje de la vid. En las excavaciones de los barrios residenciales de Ugarit, a mediados del segundo milenio aC., se descubre grandes tinajas de piedra que habían almacenado vino. Finalmente, en la tumba de Najt, en la necrópolis tebana de la XVIII dinastía, decoran las paredes viñas cultivadas en espaldera. Son noticias que, por cierto, casan bien con lo que cuenta el Génesis del bueno de Noé que, dedicado a la labranza y con una buena viña, se aficionó al vino y en una de sus religiosas libaciones pilló tal cogorza que cuando lo encontró su hijo, andaba danto tumbos, totalmente desnudo, por el interior de su tienda. (Gen, 9, 20-21). Quiero pensar que el patriarca había tenido un mal día y bebió como aconseja la Biblia: «Dad vino a la persona apesadumbrada y olvidará sus desgracias» (Prov. 31, 4-7). Y no le fue mal. Dicen los textos en hiperbólica metáfora que vivió casi mil años.

Y vamos a lo que voy. Aquel primitivo cultivo de la vid se trasmitiría desde el Cáucaso a Mesopotamia, Egipto y Fenicia, que con su comercio lo llevaría a todo el Mediterráneo. En lo que se refiere concretamente a Fenicia, en el yacimiento de Tell-e-Burak (Líbano actual) está el lagar más antiguo que se conoce, construido con yeso mezclado con cal y cerámica triturada. Las uvas se aplastaban con los pies como han hecho siempre nuestros payeses, el mosto se recogía en un gran depósito y se almacenaba en ánforas, donde el vino fermentaba, envejecía y quedaba preparado para su transporte.

Exportación

Nuestros ancestros fenicios crearon así una extensa red de exportación vinaria y cultivaron la vid en todas sus colonias, Ibiza entre ellas, a partir de los siglos VI-V aC. Y algo tuvo que ver Cartago en ello, no en vano fue la principal potencia agrícola de su tiempo. Podría decirse que la ciencia agronómica nació en la megalópolis africana con Polibio y Magón. Y en lo que se refiere al consumo de vino por los cartagineses, Clinias el Ateniense, en los Diálogos de Platón, nos habla de la prohibición de beber vino que tenían los soldados en campaña, los magistrados y jueces en su trabajo, los capitanes y timoneles en los barcos, las parejas que deseaban procrear, los ciudadanos en horas diurnas y los esclavos (Leyes, 674 A). Otro detalle de aquel consumo lo tenemos en las excavaciones de los niveles más antiguos de Byrsa, ombligo urbano de Cartago, donde el 80 % de las ánforas localizadas eran de vino. Y eran asimismo comunes en las villas cartaginesas de cierto rango los depósitos encastrados en el suelo, revestidos de opus signinum, como depósitos de vino y aceite.

El potencial agrícola de Cartago no puede extrañarnos. Entre los cursos fluviales del Milián, el Medjerda y el Siliana, tenemos una pequeña ‘Mesopotamia’ —país entre ríos—, que 25 siglos de explotación agraria no han agotado. Cuando Diodoro de Sicilia describe la incursión de Agatocles, el tirano de Siracusa, que entra en territorio cartaginés por el cabo Bon, dice que «cruza extensos viñedos» (Diodoro, XX, 8, 2-4). Hoy sabemos que en el Sahel tunecino y en el hinterland de la metrópolis cartagines, desde finales del siglo V aC., ya se producía una significativa variedad de vinos, desde los caldos de pasas, hechos con uvas secas, hasta un antecedente del actual Retsina griego, hecho con resina de pino. En el noreste tunecino, llanuras de suaves ondulaciones y precipitaciones comedidas daban en viñas y cereales excelentes cosechas, una agricultura que explica que en aquel entorno hubiera más de 300 poblaciones (Estrabón (XVII, 3,5). La razón de ser y los medios de existencia de tan nutrida población sólo pudieron ser agrícolas.

La viña

Con aquella experiencia que era también la que tenían las colonias fenicias más antiguas del sudeste peninsular y los enclaves cartagineses posteriores, es lógico que en nuestra isla, desde los primeros tiempos, desde los siglos VI y V aC., la explotación agropecuaria fuese importante, y en ella, especialmente significativa la viña. 

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