Memoria de la isla: Arribada a lbiza en los 70

«Suposo que Kavafis no va conèixer Eivissa. Jo he recorregut, en canvi, ports i més ports del Mediterrani. També l’Alexandría del poeta grec. I és a Ibiza, a l’Eivssa matinal i radiant, on els seus versos cobren tot el seu sentit. Fa anys que mantinc l’opinió que l’alba en el port d’Evissa és un espectacle d’una importància radical». Baltasar Porcel a ‘Les illes encantades’

Llegada del ‘Jaime I’ al atardecer (1934).

Llegada del ‘Jaime I’ al atardecer (1934). / Leopoldo Plasencia

Hoy es imposible que alguien describa una arribada por mar a la isla como lo hicieron el Archiduque, Camus, Josep Pla o Porcel. Aquel paisaje no existe, sólo tiene refugio en la memoria de los más mayores de la tribu y, más pronto que tarde, sólo darán testimonio de su existencia las fotografías.

Recojo aquí lo que escribí en el bloc de notas que me acompañaba cuando venía a la isla de vacaciones en los julios y agostos. Arrancaban los 70 y el lugar ya estaba perdiendo la calma que recordaba de cuando era niño. Diez años antes, la bahía era todavía la que habíamos visto mientras fuimos creciendo, un arco dilatado, un semicírculo perfecto desde el codo SW de los muelles a s’Illa Plana. Un paisaje, sin embargo, que tenía su muerte anunciada. Porque si no recuerdo mal, de 1962 es el proyecto del llamado ‘saneamiento norte de la bahía’, anuncio que fue sólo un pretexto porque ya contemplaba la construcción de un paseo marítimo, desecar todo el perímetro litoral del humedal de ses Feixes y reducir el espejo del agua en más de 400.000 m2. Cuando hice aquel viaje a Ibiza, en los 70, ya se había aprobado el PGOU que calificaba la enorme explanada ganada al mar como edificable, dando paso a la urbanización de Ibiza Nueva y a los puertos deportivos.

Luego resultó que lo que se hizo fue peor incluso que lo proyectado. En tres décadas nos comeríamos 636.000 m2 del agua de la bahía y comenzaríamos a construir como locos. Cerramos con cemento la salida al mar de las acequias, arruinamos los huertos del Pla de Vila y levantamos una barrera de edificios frente a la ciudad que nos robó la visión del llano. La bahía de Vila se convertía en una charca urbana. Hoy recojo con rabia las ingenuas notas que escribí, un 5 de agosto, en aquel viaje que digo de los años 70. Fue el último que todavía ofrecía la mítica arribada que me pareció siempre un sueño.

«Hoy regreso a la isla, pero inicié el viaje hace ya varios meses, el pasado abril. Como todos los años, he seguido los preparativos con el acostumbrado ritual. Al adquirir los billetes con antelación en la Trasmediterránea, no compro160 millas de navegación en una cabina de cuatro literas, compro un ‘tiempo’ en un lugar que, con sobrados motivos, tengo mitificado. Los días de espera me han servido para hacer planes, para buscar en un mapa rincones de la isla que no conozco y para reunir los cuatro libros que quiero releer, pero que no leeré. Siempre me pasa lo mismo. Los llevo conmigo porque son ya como amuletos y no viajaría sin ellos: 'El coloso de Marusi' de Miller,' La historia de Sant Michel' de Axel Munthe, el 'Hiperión' de Hölderlin y 'Los alimentos terrestres' de Gide. En la espera de estos meses, previos al viaje, mentalmente ya estaba en la isla porque conciliaba el sueño en los arenales de Mitjorn, en los cantiles dels Amuntsy en los caminos que llevan a los faros de Barbaria y la Mola».

Aquí cierro un momento mis apuntes. Quiero hacerles una confidencia que descubre hasta qué punto la imagen de la isla era y ha seguido siendo liberadora. Me refiero al hecho sorprendente de que, todavía hoy, muchos años después de aquellos apuntes y viajes, la ensoñación insular me sigue acunando siempre que lo necesito. Es el caso de cuando, por problemas de salud, he tenido que someterme a una resonancia magnética. Supero el agobiante entubado de la máquina con un truco que no me falla: cierro los ojos, viajo a la isla, y mientras el aparato me radiografía el esqueleto, echo una cabezada en Illetes o en las Salinas. Pero sigamos con las notas de mi cuaderno.

El tiempo sin tiempo

«El día ha llegado. Bajo por las Ramblas al puerto, dejo atrás Colón y la sola visión del barco me libera del tráfico, de las prisas y de los horarios. Subo a bordo y mi impresión es que el viaje —aunque sepa que no es así— será sólo de ida. En el camarote dejo el reloj en la maleta porque busco el tiempo sin tiempo de Benedetti. Acodado después en la cubierta, veo el embarque de los últimos pasajeros y pienso que palabras como silencio y aburrimiento pasan a significar felicidad. El barco es una babel. Es «la invasión de los bárbaros del norte» que dijo Racionero. Pienso que este variopinto pasaje es Europa raptada por el toro solar, que la mítica posesión se producirá en las aguas nocturnas y que al amanecer nacerá un nuevo Minos. Me pregunto si la isla no es ya un laberinto en el que está agazapado el Minotauro.

La noche pasa y nos despierta un camarero que golpea con energía la puerta del camarote: «Las seis y media. Llegamos a puerto en 30 minutos». A la litera me llega el golpeteo del agua en los flancos del buque. Miro por el ojo de buey que queda a babor y el mar es una lámina de azul profundo, casi negro. El hecho de que avancemos despacio me dice que la isla, por estribor, ya tiene que estar a la vista. Cuando subo a cubierta, me sorprende la cercanía de la costa. ¡Ya estamos frente al Salt d’en Serra! Despunta el día y cambio de borda porque adivino lo que voy a ver: el horizonte tiembla y en él asoma una bola de fuego. Unas gaviotas nos siguen paralelas al barco y sorprende que lo hagan aparentemente inmovilizadas. Inesperadamente, todas se precipitan sobre el mar con un revuelo de gritos y de alas. Desde las cocinas han lanzado restos de comida al mar. Me desplazo a proa y ahí está, ya se ve el perfil castrense de Vila del que sólo despunta, borrosa todavía, la torre de la Catedral. La ciudad no se ve. Ni tan siquiera se verá cuando doblemos Botafoc, el faro del antepuerto. Será necesario que el barco trace una ese cerrada, primero hacia el norte y enseguida hacia el sur, para enfilar la bocana de los muelles y entonces sí, se nos abrirá la bahía y la ciudad-anfiteatro que nos mirará con sus mil ojos. Cuando tal cosa sucede, el pasaje enmudece y la arribada, como si fuera un basutismo, resulta iniciática. El puerto es el umbral de un espacio y un tiempo cualitativamente distintos».

Punto final. Aquí acaban las notas de aquella arribada que luego ya no he vuelto a vivir. Al año siguiente, cuando regresé a la isla, el norte del puerto era un bosque de grúas. Nos estaban robando un paisaje. Nos robaban un sueño. Y después nos robarían muchos otros.

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