Memoria de la isla | Geografía humana en el medio rural

«A cavall dels segles XVIII y XIX es construïren esglésies a diferents indrets considerats llavors estratègics. Els governants volien que els eivissencs i els formenterers abandonassin les seves cases aïllades als camps i construïssin nous habitatges al voltant dels temples, formant poblacions (…) Pocs pagesos mudaren de residència per instal.larse en aquests nuclis, la gran majoria seguí aferrada a les cases i a les terres heretades dels seus majors». Antoni Ferrer Abárzuza, en Santa Eulària des Riu.

Can Jaume d'en Serra(Sant Vicent). Rainer Binder

Can Jaume d'en Serra(Sant Vicent). Rainer Binder / Miguel ángel gonzález

Sabemos, desde que tenemos memoria, que la población ibicenca en el medio rural ha vivido dispersa. Es un fenómeno sociológico insólito por muchos motivos y que en otras geografías no se da por razones obvias: la agrupación humana daba seguridad, facilitaba la sociabilidad y proporcionaba bienes y servicios que una casa aislada no podía tener. Estas y otras ventajas justifican que desde la más remota antigüedad prosperaran castas, cabilas, clanes, tribus y, en fin, grupos humanos asentados en poblados o aldeas. Fue así, incluso, en aquellos lugares en los que las actividades primarias o de subsistencia quedaban lejos del lugar que se habitaba. El agricultor que tenía los cultivos lejos de su casa, la abandonaba al amanecer y regresaba con las últimas luces, pasaba fuera de su casa toda la jornada.

En Ibiza, en cambio, aunque las distancias no son significativas, el payés ha preferido vivir en sus tierras, junto a sus cultivos, en su predio familiar, sin importarle que ello implicara aislamiento y aceptando el riesgo que tal opción suponía cuando las razias berberiscas asaltaban las casas y arramblaban con personas y bienes. Buena prueba de que el payés era muy consciente de su precaria situación es la torre predial, en la que, si venían mal dadas, encontraba refugio.

Para constatar este peculiar afincamiento que la casa payesa tiene en nuestras islas, es revelador comprobar en qué momento se construyen nuestros templos rurales. Únicamente cuatro son del siglo XIV (Santa Eulària, Sant Antoni , Sant Jordi y Sant Miquel); del siglo XV es la Mare de Déu de Jesús y todas las demás iglesias son posteriores, la mayoría del s. XVIII (Sant Francesc Xavier, Sant Josep, Sant Rafel, Sant Mateu, Santa Gertrudis, Sant Carles, Sant Llorenç, San Francesc de Paula y Nostra Senyora del Pilar); algunos otros templos son ya del siglo XIX (Sant Agustí, Santa Agnès, Sant Viçent de sa Cala, Sant Ferran de ses Roques y la Mare de Déu del Carme de es Cubells). Es una construcción tardía que no responde al hecho de que existieran —porque no existían—núcleos poblacionales. Se decide cuando las autoridades eclesiásticas consideran que la población, aunque estuviera dispersa, era ya suficientemente importante. Y se construyen, además, porque se cree que serán un punto de inflexión que contribuirá a transformar radicalmente el hábitat en el medio rural.

Con el templo no nació el pueblo

En pocas palabras, se cree que con el templo nacerá el pueblo. Y no fue así. El payés se mantuvo en la casa familiar y los llamados pueblos, que no eran pueblos, durante siglos fueron sólo cuatro casas a la sombra del campanario. Y en los núcleos de población mayores, caso de Santa Eulària y Sant Antoni, las contadas personas que en un lento goteo pasaron a vivir en el entorno de la iglesia eran las que no vivían del campo, un médico, un militar, el farmacéutico, el maestro de la escuela, el dueño de un bar o de una tienda, algunos pescadores y poco más. Esta dispersión de las casas que en nuestros campos parecen sembradas al tresbolillo es un fenómeno que no tiene fácil explicación. Podemos decir que se trata de una herencia cultural inscrita casi en los genes de nuestros mayores, una costumbre o forma de vivir irrenunciable que se perpetúa desde nadie sabe cuándo. La arqueología nos descubre que, aunque en el Viejo Mundo la isla estaba habitada hasta en sus últimos rincones, no tenemos vestigios significativos de agrupamientos poblacionales, con la sola excepción de los primitivos poblados de Barbaria y los púnicos de sa Caleta y ses Païsses de Cala d’Hort.

La relación de alquerías y rafals que nos deja Marí Cardona, don Juan, es una prueba incontestable de la acentuada dispersión que el hábitat en el medio rural tuvo en la Ibiza islámica. Y así ha seguido la cosa casi hasta nuestros días. Podríamos decir que los pueblos en Ibiza son un invento reciente. Se forman tarde y uno diría que sin convencimiento, con cierta desgana.

En nuestra arquitectura rural tenemos un elemento precioso que responde, precisamente, a esta circunstancia tan particular de un hábitat disperso: el porxo de las iglesias. Quienes lo hicieron tuvieron muy en cuenta aquella dispersión y desconfiaban del papel aglutinador que se atribuía al templo y que luego no tuvo. El porxo se construye para dar respuesta al alejamiento de las casas. Los feligreses sólo coincidían en la parroquia para acudir a misa o para bodas y funerales. Como llegaban a la iglesia desde todos los vientos, desde lugares relativamente alejados, tras una buena caminata era una bendición entrar en el porxo que proporcionaba sombra, facilitaba el encuentro de quienes se veían de uvas a peras, permitiendo intercambiar noticias y hablar de todo y de nada. Y para permitir que los que llegaban cansados y sudorosos recuperaran fuelle, el porxo tenía —tiene— un banco corrido y una cisterna para refrescarse y calmar la sed.

El hábitat disperso

Para calibrar la importancia que ha tenido esta configuración del hábitat disperso en el medio rural conviene advertir que, incluso hoy, en pleno siglo XXI, la mayoría de los pueblos lo conforman un pequeño número de casas, al tiempo que sigue siendo significativa la población que vive dispersa, en casas aisladas, aunque sus moradores no vivan ya de la tierra. Aunque los términos tengan dimensiones apreciables, los pueblos siguen siendo pequeños. Así son Sant Joan, Sant Llorenç, Sant Agustí, Sant Mateu, Santa Agnès, es Cubells, Sant Carles, Sant Vicent de sa Cala y Sant Miquel. Únicamente Santa Eulària y Sant Antoni han tenido un crecimiento importante y un caso especial, por diferentes motivos, ha sido el aumento de población que han experimentado Sant Jordi y Santa Gertrudis, un fenómeno a considerar, pero relativamente reciente. 

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