Antonio Hormigo, sacar arte y vida del árbol muerto

Fue el tronco central de una familia de escultores, con su padre, de quien aprendió el oficio, y su sobrino Pedro, continuador de la saga

Trabajandoen la escultura esVerro. Nito verdera | RAFA DOMÍNGUEZ

Trabajandoen la escultura esVerro. Nito verdera | RAFA DOMÍNGUEZ / julio herranz

Julio Herranz

El escultor de Sant Antoni (1933 – 2019), reconocido por sus creaciones extraídas sobre todo del olivo (pero también de la sabina, el almendro y el algarrobo), fue el tronco central de una familia de escultores, iniciada por el padre de Antonio, de quien aprendió el oficio, y seguida por su sobrino Pedro. De carácter recio, pero con un fino sentido del humor en el que abundaba el sarcasmo cuando algo le irritaba, era un creador vocacional que trabajaba a su aire, sin presiones de nadie, buscando en los árboles la obra que intuía dentro de ellos, como hacía Miguel Ángel ante un bloque de mármol de Carrara: «Sí, normalmente veo la obra ante de empezar a trabajar. Pero yo lo tengo mucho más fácil que él, porque en lugar de mármol es un árbol, que me inspira bastante sobre el motivo que voy a sacar de él», apuntó Hormigo en el ‘Retrato de papel’ que le hice en este Diario en diciembre de 1985, añadiendo: «El árbol es mi debilidad, mi materia prima preferida. He usado otras, pero pocas veces. Me acerco al dicho aquel de ‘la curva, creación de Dios; la recta, creación del hombre’. O sea, que soy más bien sumiso a las formas de Dios que a las del hombre».

El escultor en su estudio de Port des Torrent.  | VICENT MARÍ

El escultor en su estudio de Port des Torrent. | VICENT MARÍ / julio herranz

La larga entrevista tuvo lugar en su estudio, y lo curioso es que, sobre todo, guardo de ella un fuerte recuerdo olfativo. Es que todo el rato estuvo fumando cigarrillos de 'pota', cuyo olor, más bien desagradable para mi gusto, era la primera vez que olía. Pero pronto se impuso la belleza de su obra; y tanto me rendí a su embrujo, que me vino un verso de mi querido Miguel Hernández que me estuvo rondando durante toda la charla: ‘Sonreír con la alegre tristeza del olivo’, que aún seguía latente en los dos olivos que esperaban su turno para dejar de ser árboles: «Frente a su obra, Hormigo parece más pequeño. Este hombre enjuto, nervioso, que habla precipitadamente porque está seguro de lo que dice, pareciera una figura más, complementaria, de los grupos de figuras que le rodean», decía uno entonces con cierto énfasis desde su condición de poeta; más acentuada, sí, en los años 80 del pasado siglo. Se me nota. Es que en aquel tiempo mi relación con el periodismo era sólo tangencial y no hacía caso a las normas de estilo del oficio. Más bien porque no las conocía. Las fui aprendiendo poco a poco, por los tirones de oreja simbólicos que me daban los redactores jefe de los periódicos en los que fui trabajando y aprendiendo.

Repasando la entrevista, me llama la atención gratamente lo que me contestó a la pregunta de si se consideraba un escultor ibicenco: «Sinceramente, creo que no. Es decir, por supuesto que soy ibicenco, con todas sus consecuencias, para bien y para mal; y lo que ello haya afectado a mi personalidad se reflejará en mi obra. Lo que no tengo para nada es ibicenquismo, ese nacionalismo desmesurado que ensalza lo local por el simple hecho de ser de aquí. Me parece que esto empobrece al individuo, lo limita demasiado. Osea, que no me interesa lo más mínimo hacer esculturas de payesitas para turistas. En absoluto», precisó rotundo. Y es que Antonio Hormigo tenía una sólida formación cultural de amplios horizontes que mostraba hasta con intención pedagógica. Así, a mi pregunta de si el paisaje natural, el entorno social y el momento histórico condicionaban la creación, afirmó: «En gran medida, indudablemente. El Renacimiento, que fue una época de equilibrio y armonía, produjo un arte perfecto, luminoso. Y el caos del siglo XX tenía que dar este resultado que estamos viendo. Luego, dentro del caos, los hay que consiguen un mayor control y son más serenos, más clásicos, y otros que pierden completamente los estribos y lo reflejan en sus obras. Yo procuro estar más cerca de los primeros, aunque no siempre lo consigo».

Funeral del escultor Antonio Hormigo en la iglesia de Sant Antoni.  | VICENT MARÍ

Funeral del escultor Antonio Hormigo en la iglesia de Sant Antoni. | VICENT MARÍ / julio herranz

La posguerra

La biografía del escultor estuvo lastrada en sus primeros años por el palo de la Guerra Civil: «Fue muy duro. Y todavía peor, en muchos aspectos y para mucha gente, lo fue la posguerra. En mi familia lo pasamos mal, y tanto mis hermanos como yo tuvimos que arrimar el hombro desde muy pequeños para poder salir adelante». «Tuve muchos y curiosos empleos en mi juventud. Fui zapatero remendón, barbero, estuve a punto de ser carabinero y empleado de banca; auxiliar de faros, interino, en Conejera, y marino de cercanías. Sin embargo, a pesar de tantos cambios, lo único constante de aquellos años era el tiempo, mucho, que me pasaba detrás de la silla de mi padre, carabinero retirado entonces, y allí, de pie, silencioso y encandilado, me pasaba las horas muertas viendo cómo un trozo de madera, bien sujeto en sus manos, se iba transformando a golpe certero de bisturí en lagartijas, sirenitas, crucifijos, vírgenes y, sobre todo, cabecitas. Y allí, extasiado, fue tomando forma en mi ánimo una firme decisión: sería escultor, como mi padre», me contó emocionado con una clara sensación de orgullo.

Fueron bastantes las entrevistas que le hice a Antonio Hormigo. Sobre todo con motivo de las exposiciones que iba presentando cada dos años en la galería Berri de San Agustín, uno de sus espacios favoritos para presentar sus trabajos. También recuerdo bien la muestra que desplegó en la ex-iglesia de l’Hospitalet en el verano de 2006, con sólo ocho piezas, algunas de notable tamaño. Una de las más sorprendentes fue 'un semi autorretrato retrospectivo (’XY’)' con forma de espermatozoide: «En la selección hay un hilo conductor que es la idea de fertilidad. En todas las obras hay un símil, una metáfora de la creación», explicó en la presentación Elena Ruiz, directora del Museu d’Art Contemporani de Ibiza (MACE), que gestionaba este espacio, un anexo entonces del propio museo de Dalt Vila. «Estoy sorprendido y maravillado de lo bien expuestas que están aquí estas piezas, todas trabajos de los 90, que son sólo un botón de muestra de todo lo que he hecho», apuntó el escultor, añadiendo: «De mi obra, lo mejor que puedo hacer es enseñarla. Soy incapaz de definirla bien. Me paso unas doce horas en el taller, que es lo que realmente me gusta. Luego, esto de las exposiciones y las entrevistas es algo que más bien me crispa», confesó en aquel 2006 con la sinceridad y naturalidad que tenía a gala el veterano artista.

Con una obra algo surrealista.

Con una obra algo surrealista. / julio herranz

Terminaré el capítulo volviendo a los recuerdos de sus primeros pasos en el oficio a la sombra de su padre: «Bajo su tutela vino el aprendizaje y muchos cortes en los dedos. Después , con los años, me fui apartando del estilo y pequeños formatos que tallaba mi padre y fui buscando mi propia senda. Pero algo quedó marcado en mí para siempre, la interpretación de las formas infinitas y sugerentes que nos ofrece la naturaleza. Cada vez que me enfrento con un tronco centenario de olivo es un reto apasionante. Su retorcida masa, llena de grietas, huecos y tantas protuberancias son como una dictadura que todavía me cuesta trabajo dominar y plegarla a lo que yo quiero sacar de ella. Pero es una tensión creativa necesaria», aseguró Hormigo, añadiendo con una clara y rotunda resolución: «De alguna forma devuelvo la vida al árbol ya muerto. Porque, eso sí, jamás he tolerado que se arrancara un olivo para que fuera mi víctima, digamos. Los saco sobre todo de las serrerías, cuando ya están condenados a ser pasto de chimeneas».

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