Memoria de la isla

El laberinto de la escritura púnica (I)

Cuesta aceptar que la dilatada ocupación fenicio-púnica de la isla apenas nos haya dejado rastros de su escritura, de aquí la importancia de las dedicatorias a Resef Melqart y a Tanit que leemos en la plaquita de bronce (9,2 x 4,6 cm) encontrada en el santuario de es Cuieram

Estela nativa de Cartago, siglo III a.C

Estela nativa de Cartago, siglo III a.C / Archivo Magón

Aunque Plinio el Viejo, el sabio almirante que perdió la vida en la erupción del Vesubio en el año 79 dC., dijo que «al pueblo fenicio le corresponde la gloria de haber creado el alfabeto», lo cierto es que tan revolucionario invento, aunque se gestara entre los pueblos semíticos, tuvo un origen más complejo. (El lector interesado puede comprobarlo en el exhaustivo trabajo de Giovanni Garbini en Los Fenicios, la monumental obra que dirigió Sabatino Moscati) .

Siempre que visito el Museo Arqueológico del Puig des Molins me sorprende el secreto mutismo de sus terracotas, al que parece aludir una sugerente frase que leo en Racine: «Cartago entró en su noche y se hizo el silencio sobre las ruinas de la que había sido una de las ciudades más cultas, bellas y cosmopolitas del mundo antiguo». A ciencia cierta, nadie sabe qué suerte corrieron los libros púnicos y las bibliotecas que sin duda existieron en la poderosa metrópoli africana. Su comercio exigía inventarios y ‘registros’ para controlar sus transacciones y, en cualquier caso, disponemos de algunos textos, breves pero significativos, de obras científicas y literarias que después utilizaron griegos y romanos. Es el caso del Tratado de Agricultura de Magón que tradujo al latín Décimo Junio Pisón, y el Viaje de Hannón traducido al griego y que citan Plinio y Pomponio Mela. Hoy nadie duda que entre los púnicos circulaban obras de carácter histórico, político, militar, mitológico, poético y religioso, además de tratados legislativos, geográficos y de navegación. Y se tiene noticia de los tratados que firmaron Roma y Cartago, Aníbal y Filipo V de Macedonia oAsarhadon y el rey de Tiro.

LA CLAVE | Demasiados signos

Por lo que se refiere a la laberíntica cuestión del alfabeto -el que todavía hoy utilizamos-, sólo cuatro palabras. Hacia el 1700 aC., Egipto y Mesopotamia tenían una escritura -pictográfica y cuneiforme, respectivamente-, compleja, difícil de aprender, reservada a los escribas y sacerdotes y que exigía el uso de centenares de signos. Demasiados. Convenía abandonar los dibujos de las cosas y dibujar con signos los sonidos de las palabras. Así surgieron las letras. Primero, en un alfabeto consonántico, de signos con valores fonéticos, que pudo ser sirio-fenicio, que los púnicos propagarían y al que los griegos añadirían las vocales. Este alfabeto ya está documentado en el siglo XIV a.C. en Ugarit y su secuencia de letras, (a, b, c, d, e…) configura un calendario que, aludiendo al tiempo cíclico es de carácter religioso. Nada raro si tenemos en cuenta el carácter sagrado que tenía la ‘palabra’. Queda claro en el arranque de la Biblia: “Al principio era el Verbo y el Verbo era Dios” y también en su cierre, cuando Dios se presenta en el Apocalipsis utilizando la primera y la última letra del alfabeto griego para afirmar su divinidad: “Yo soy el Alfa y el Omega. Un poder de la palabra que se repite en los Evangelios. Lázaro resucita por la palabra que también cura a los enfermos: “Una palabra tuya bastará para sanarme”. Dicho esto, si la palabra es sagrada, cabe pensar que en ella tenemos nosotros, al utilizarla, un atributo divino, una semilla divina. A partir de ahora, cuando vuelva a visitar el Museo del Puig des Molins, pensaré en el regalo semítico del alfabeto y la mudez de las terracotas será ya un silencio elocuente.

Estudios recientes confirman que los libros bíblicos de Job y Ruth están muy influenciados por la literatura religiosa fenicia yugarítica. Autores griegos mencionan la Cosmogonía de Mosco de Sidón (s XIV aC) y es imposible que entre los púnicos no existieran escritos filosóficos cuando en Cartago y Gadir hubo escuelas de corte platónico y pitagórico. Algo muy grave sucedió para que se perdiera lo que sin duda fue una auténtica literatura. En el pavoroso incendio y saqueo que las tropas de Escipión el Africano provocaron durante varios días en Cartago en el 146 aC., arderían muchísimos libros. Y muchos otros tendrían su peor enemigo en el tiempo que devoró sus rollos de papiro, sobre todo en la humedad de los enclaves púnicos situados siempre junto al mar. Esto explicaría que los textos púnicos que más y mejor se han conservado son los que se hicieron sobre piedra, caso de las estelas votivas que tan comunes son en Cartago, Sicilia y Cerdeña; o sobre metal, caso de nuestra plaquita de es Cuieram.

Y pues hablamos de la escritura fenicio-púnica, no podemos obviar que una de sus principales ciudades, Biblos -de Biblion, voz de la que derivan ‘Biblia’ y ‘biblioteca’- era, como su nombre indica, conocida como ‘Librería’ o ‘Ciudad de los Libros’. Algo parecido a lo que sucede con nuestra voz Pitiusa, de pitys (pino,) que identifica a Ibiza como ‘Isla de los pinos’ o ‘Pinosa’. Herodoto menciona ‘los libros de Biblos’, Rufo Festo Avieno cita los Anales Púnicos y Agustín de Hipona (s.III-IV dC) llama ‘sapienciales’ a las lenguas púnicas y elogia sus libros: Quae lingua si improbatur abs te, nega Punicis Libris, ut a viris doctissimus proditur, multa sapienter esse mandata memoriae: «si rechazas esta lengua, niegas lo que han admitido muchos eruditos, que son muchas las cosas que han sido sabiamente preservadas del olvido gracias a los libros púnicos». Y no queda aquí la cosa. Plutarco habla de una Teogonía, pergaminos púnicos de contenido sagrado, Polibio cita historiadores cartagineses con nombres y apellidos y sabemos que eran muy comunes las crónicas militares que los generales cartagineses exigían para que quedara memoria de sus gestas. Es el caso de la que relata la toma de Agrigento el 406 aC: «El general Idnibal, hijo de Gisco el Grande, con Himilcón, Hijo de Hannón, partieron al amanecer, tomaron Agrigento y todos sus ciudadanos se rindieron». Siempre se trata, como vemos, de pequeños fragmentos, pero con ellos y con las referencias que de tales obras hacen griegos y romanos, es difícil negar el prestigio que en el siglo V aC., con el auge de Cartago, adquirió la lengua púnica en el Mediterráneo.