Las cuatro chimeneas de corona

En la orilla del camino que bordea el Pla de Corona se halla Can Gorra, una de las casas payesas más pintorescas de la isla. Su tamaño es modesto en relación a otros caseríos del llano, pero el sentido estético con que fue creada empuja a observarla y recrearse en los detalles

Las cuatro chimeneas
de Corona. Xescu Prats.

Las cuatro chimeneas de Corona. Xescu Prats. / xescu prats

Xescu Prats

Xescu Prats

Déjame, déjame sumergir el alma en los colores; déjame tragar la puesta de sol y beber el arco iris. (Yibrán Jalil Yibrán)

En la paleta del pintor que persevera para atrapar el paisaje del Pla de Corona priman los verdes, que con sus claroscuros de luz y sombra le permiten esbozar los pinares de los montes, el lapislázuli de los cielos inmaculados y el almagre férrico del labrantío recién arado. Es el blanco, sin embargo, el que enciende la escena y la vuelve deslumbrante. Un blanco puro y estridente, sin amalgamas, que, desde el caballete, centellea afilando los contrastes. Lo encuentra en la cal que cubre las fachadas y el campanario de la iglesia, en los caseríos que salpican los campos y hasta en la pirámide rústica e irregular que corona la pétrea capilla del pozo, junto al camino del llano. Pero sobre todo lo emplea para componer el manto de flores que envuelven las ramas de los almendros.

Dicen que el blanco es el color de Ibiza y en Corona, más que en ningún otro lugar. Hasta que los pétalos se vuelven nieve entre hierba y terrones rojos, o se los lleva el viento. El blanco de la cal, sin embargo, persiste durante todo el año y muchos vecinos se empeñan en mantener sus casas relucientes, lo que es digno de agradecer. Los caminantes que acostumbran a transitar sobre el asfalto que rodea el llano y a esquivar los socavones de las travesías que atajan por el interior bien lo saben. Ya no irrumpen exclusivamente con la primavera de los almendros, que estalla en invierno, sino en cualquier época.

Dejan el coche en el aparcamiento aledaño a la plaza y desde allí comienzan el recorrido. Bien hacia el sur, para sortear el llano en el sentido de las agujas del reloj, o tal vez a la inversa, hacia el oeste, para concluir el paseo con la promesa de la tortilla paisana de Can Cosmi bien presente, en la desembocadura de la recta eterna que enfila hacia el pueblo. Cada senderista tiene su preferencia. A mí me gusta la versión de poniente básicamente por una razón: la posibilidad de encontrar de frente, más allá del pozo y superado repecho que conduce a las casas que se arremolinan en la falda del monte, la fachada lateral de Can Gorra.

Geometría imperfecta

Para disfrutarla en sentido contrario hay que darse la vuelta y se pierde el placer de recrearse desde la distancia en su geometría imperfecta y en su involuntaria y asombrosa plasticidad. La panza del horno, que sobresale y se aferra al muro, la casa de dalt, adosada por el exterior, con su escalinata de desmesurados peldaños y, sobre todo, sus cuatro chimeneas. Tres de ellas se alinean en un in crescendo en altura y la cuarta, ladeada hacia la carretera, se eleva por encima de todo el conjunto. No resulta complicado imaginar la función de las primeras: evacuar el humo que sobresale por la puerta del horno; la de la cocina, donde se preparaban guisos, sofritos y arroces con fuego de leña, y el llar grande, donde, a falta de televisión y demás artefactos, las veladas transcurrían alrededor de la lumbre entre habladurías y leyendas. La cuarta en discordia, tal vez, ejerciera como complemento en una despensa o una cocina accesoria, como existe en otras casas payesas. Se utilizaba en los días importantes, de mucho ajetreo, como las matanzas, pero, ¿quién sabe?

La fachada principal, por el contrario, mira de frente al llano y la vegetación que envuelve la vivienda conforma una barrera vegetal que impide atisbarla desde la carretera. No hay necesidad. Pocas perspectivas existen en la menguante arquitectura ibicenca tan asombrosas como las chimeneas de Can Gorra.

El espectáculo de ses Margalides

Un recorrido a través del llano de Corona no resulta completo sin asomarse al balcón de sa Penya Esbarrada, rebautizado por los hippies de los setenta como ‘Las Puertas del cielo’, por la canción de Dylan. En el acantilado frente al restaurante, también así llamado, el paisaje se abre de golpe hacia los islotes de ses Margalides, al frente, y los acantilados de ses Balandres, al este. Una gozada.

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