Dominical. Imaginario de Ibiza

El fulgor de la iglesia de Sant Carles desde el prado

A diferencia de otros templos rurales, engullidos o minimizados por el urbanismo voraz del siglo XX, el de Peralta permite disfrutar de él desde la distancia, con múltiples perspectivas.

Iglesia de Sant Carles. x.p.

Iglesia de Sant Carles. x.p. / xescu prats

Cada persona tiene su propio color, una tonalidad cuya luz se filtra apenas a lo largo de los contornos del cuerpo. Una especie de halo. Como en las figuras vistas a contraluz.

(Haruki Murakami)

Ese halo, el color único que cada persona posee, según manifiesta Murakami (el galardonado mudo), también puede aplicarse a los objetos y de manera aún más singular a los edificios. La mayoría exhiben una tonalidad mortecina, especialmente en las ciudades, donde el abigarramiento impide que destaquen incluso los más monumentales.

Imaginamos, por ejemplo, lo que ganarían en capacidad de impresión la Sagrada Familia o el Museo del Prado, si estuviesen en mitad de un enorme descampado y pudiésemos contemplarlos desde la distancia, recreándonos en sus múltiples perspectivas, sin la presencia de todos esos anodinos bloques de viviendas que apagan su luz. De la misma forma, ni Versalles ni la Torre de Pisa tendrían esa capacidad de sobrecoger a quien los contempla, si en lugar de estar situados en espacios abiertos, se hallaran aferrados a otras construcciones. La mediocridad es contagiosa y tiene la capacidad de contaminar a los más elevados cánones de la belleza.

Algo así ocurre en Ibiza con nuestros más importantes monumentos, que, con la salvedad de las murallas renacentistas, son las iglesias rurales. Todas ellas fueron erigidas en pleno campo, donde solo había cultivos y bosque. Primero, en sus cercanías, se fueron construyendo otros edificios más pequeños, pero igualmente gráciles y encalados, que no minimizaban su grandeza. Sin embargo, con el siglo XX y la llegada de los materiales de construcción modernos, todo cambió. Ahora encontramos iglesias inmersas en una pesadilla arquitectónica, como la de Sant Antoni, y otras se han visto rodeadas por nuevos edificios que infectan su grandeza, como la de Sant Josep, con una corona de espinas en forma de edificios modernos. Aun estando situadas en la cima de un monte, como en Santa Eulària o Sant Miquel, se ven lastradas por un conglomerado a los pies que condiciona su monumentalidad.

Una de las principales excepciones la encontramos en Sant Carles, pueblo que tiene la ventaja de estar situado en un llano y que, por algún inexplicable milagro, ha ido creciendo, dejando un radio de al menos cuarenta metros vacíos a su alrededor. Esta circunstancia permite disfrutar del templo desde múltiples perspectivas y gozar con la sensación de que nada minimiza el fulgor encalado que proyectan sus fachadas. Las únicas excepciones son el cementerio, oculto en la retaguardia, y el bar Anita, que abrió sus puertas cuando el templo aún no había cumplido cien años. Constituye, además, el otro monumento histórico de la localidad.

Con la preciosa fachada principal uno se da de bruces, al conducir por la carretera que accede al pueblo. No ocurre de forma tan brusca en ninguna otra parte de la isla. Sin embargo, hay que estacionar y volver a recrearse en sus detalles, porque dejan sin aliento, pese a su rusticidad y sencillez: el bosque de arcos del porche –tres en la antesala que evolucionan a cinco en la segunda vuelta–, la cisterna envuelta en sombras, el campanario ladeado, la crucecilla blanca que lo corona y que se repite en la arista de la nave… Y luego hay que tumbarse en el prado anexo y escudriñarla desde esta perspectiva oblicua, con las asimetrías de los vanos de la casa parroquial y la vida que cobran todos sus volúmenes, en contraste con el verdor de la hierba y el azul del cielo. Un portento.

Finales del siglo XVIII

Como la mayor parte de las iglesias rurales que nunca ejercieron como fortificación (Sant Antoni, Sant Jordi, Santa Eulària y Sant Miquel), el templo de Sant Carles fue construido a raíz de la llegada del primer obispo de Ibiza, Manuel Abad y Lasierra, y la instauración de su plan parroquial de 1785. El oratorio fue terminado a finales del siglo XVIII y atendía a las ochenta familias que habitaban la zona. Con el paso del tiempo se le fueron añadiendo el porche, la casa parroquial y otros volúmenes.

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