Catalina Prats Torres, historia de una pionera del turismo en Ibiza

Catalina Prats Torres aprendió el negocio turístico en el Sant Antoni de los años 50. Trabajó en la Fonda Esmeralda, regentó la Pensión Tropical, y, en 1957, abrió la Pensión Catalina. Una verdadera pionera.

Imagen de una joven Catalina Prats Torres en los años 50.

Imagen de una joven Catalina Prats Torres en los años 50. / Archivo particular de Cristina Prats Torres.

Xescu Prats

Xescu Prats

Hace unas semanas, el salón social del Club Nàutic Sant Antoni acogió una nueva edición de la tertulia ‘Xerrades Essencials’, con una protagonista de excepción: la pionera del turismo en Sant Antoni Catalina Prats Torres, fundadora de la Pensión Catalina, el primer establecimiento que abrió sus puertas en la costa de ses Variades, donde hoy se concentran miles de personas a diario para disfrutar de la puesta de sol.

La sala volvió a llenarse de público, entre el que había numerosos familiares de la empresaria, que cuenta ya con 90 años y vivió los principios del turismo en Sant Antoni, trabajando primero en la Fonda Esmeralda, uno de los primeros alojamientos de la localidad, y creando posteriormente distintos negocios turísticos. Catalina demostró con creces que, además de una gran empresaria del turismo, es una mujer con un afilado sentido del humor, capaz de arrancar carcajadas entre el público en numerosas ocasiones. La siguiente crónica refleja las historias relatadas por Catalina tanto durante la charla de como en las conversaciones previas para prepararla.

Catalina Prats Torres nació el día 2 de julio de 1933 en el Carrer General Balanzat, al lado del Hotel Portmany, en una casa baja con dos arcos donde vivía la familia Micolau, la suya, y la de Can Pujol. Hoy ocupa el lugar el bar Koppas, en el esquinazo de la calle Santa Agnès, donde arranca el West End. Su padre era Nicolás Prats, Micolau, pescador profesional, y su madre, Catalina Torres, que como muchas mujeres de entonces vestía de payesa, procedía de Can Miqueleta, una casa situada a las afueras del pueblo, en el Camí de sa Vorera.

De niña estudió en la escuela de doña Antonia, la mujer de don Andreu, el secretario del Ayuntamiento. La pareja se construyó una de las casas más bonitas del pueblo, rodeada de jardines, en la esquina de las calles del Mar y General Balanzat. La llamaron Villa Nieves y aún se conserva, aunque entonces todo el mundo la conocía como Cas Secretari.

El padre de Catalina sacaba a la familia adelante con la pesca, tenía su propio llaüt y hasta había podido ahorrar para comprarse un solar con la idea de construirse una casa, donde hoy se ubica el restaurante es Ventall.

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Banquete el el porche de la pensión Catalina. / Archivo

En 1942, cuando ella tenía nueve años, se trasladaron a la casa de los abuelos, en el Passeig de ses Fonts, donde hoy se sitúa el restaurante italiano Bresca, al lado del Ayuntamiento viejo. Era una casa grande y tuvieron que mudarse allí porque su padre enfermó y ya no podía trabajar, teniendo incluso que vender el terreno que había comprado a las afueras del pueblo. El inmueble del paseo aún pertenece a sus hermanos y antaño pasaba por delante la carretera de entrada a la localidad y a continuación el mar, que moría prácticamente a las puertas de la casa.

Al otro lado de la bahía ya existía el Hotel Savines y Rafael Marí Llácer, el dueño, se paraba a hablar con la abuela de Catalina y le comentaba que los turistas de entonces, en los años 40, eran de senallò; es decir, que no traían dinero. Can Micolau era la parada de toda la gente conocida de la familia que venía a Sant Antoni. Los domingos las mujeres del campo pasaban a recoger es catrets, los taburetes plegables que entonces se empleaban para ir a misa porque en la iglesia aún no se habían instalado bancos.

A pesar del ansia de conocimiento de Catalina, sólo pudo ir a la escuela hasta los 12 años. La enfermedad que sufría su padre era tuberculosis y el médico aconsejó que las tres hermanas salieran de la casa para no contagiarse. Catalina era la mayor y luego le seguían María y Pepita, de 9 y 7 años, y el niño, Vicent, con 3, que era demasiado pequeño para marcharse y se quedó con su madre.

Catalina en Ca na Parentona, con las ovejas.

Catalina en Ca na Parentona, con las ovejas. / Archivo

Empeñada en buscar a las niñas un nuevo hogar para evitar que su salud saliera perjudicada, le preguntó a Toni Rich, amigo de la familia, que solía dejar la bicicleta en Can Micolau mientras hacía recados por el pueblo, si se le ocurría alguna solución. Éste le dijo que tal vez podía mandar a su hija Catalina a trabajar en la finca de Ca na Parentona, en Sant Rafel, cuidando el rebaño de ovejas. Aceptaron y llegado el momento de partir, su madre le dejó despedirse de su padre con un beso. Cuando salía a bordo de un carro hacia su nuevo hogar, miró hacia arriba y le vio observándola. «Ese cruce de miradas, el último entre nosotros, nunca lo he podido olvidar», explica.

Poco tiempo después, Nicolás Prats acabó ingresado en un hospital de Dalt Vila, donde acabaría falleciendo. Catalina se pasaba los días «pastoreando las ovejas por el campo y rezando para que se produjera un milagro y mi padre se curara», pero no sucedió así.

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Catalina con unos clientes extranjeros en la Fonda Esmeralda. / Archivo

Se acuerda de ir a misa los domingos a Sant Rafel y de pasear por delante de la tienda Can Portmany, y también de hacerse amiga de un grupo de chicas del pueblo, que vestían de señora, que era como se llamaba entonces a las que no iban de payesa.

Después de tres años en la finca, pudo regresar a Sant Antoni, y cuando ya se había marchado, la familia de Ca na Parentona le hizo saber «que las ovejas le echaban de menos y que, cuando iban a encerrarlas en el corral, se detenían ante la puerta balando porque yo ya no estaba», explica.

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Con otra clienta frente a la casa Alfonso. / Archivo

Al poco de volver, su madre le buscó oficio en Palma, cuidando de los niños de una familia conocida. «Era la de un maestro de Sant Antoni, Antonio Cardona, de Can Païsses, que se había casado con una mallorquina y tenían dos hijos. Yo ya tenía quince años y me hacía mucha ilusión conocer la gran ciudad». Allí aprendió a limpiar, cocinar y cuidar niños, en una época en que todo se lavaba y planchaba a mano, y los suelos se fregaban de rodillas.

Antonio no ejercía de maestro, sino que vendía perfumes a las tiendas de los pueblos de los alrededores de Palma. La familia de su mujer, María Riutort, tenía dos casas de campo, a las que se mudaban en verano. También poseían un local en el centro de la ciudad, Sa Perfumería, donde también se despachaba a los clientes. Allí comenzó a aprender los secretos del oficio de comerciante y la manera en que debe tratarse a los clientes y gestionar un negocio.

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LA antigua fonda Esmeralda en la calle Sant Antoni. / Archivo

En aquellos años, su madre llegó desde Ibiza con su hermano Vicent, aún un niño, para que le operaran de piedras en la vejiga. Mientras éste permanecía ingresado, su madre residía con ella. «Al principio me daba mucha vergüenza pasear por las calles de Palma con mi madre vestida de payesa, pero luego vi que había muchas más y me sentía orgullosa de lo guapa que estaba». A Vicent lo curaron bien y ya nunca más tuvo molestias.

La Fonda Esmeralda

En 1951, con 18 años, Catalina regresó de Palma a Sant Antoni y comenzó su carrera como profesional de la industria turística. En el pueblo, además del hotel Portmany y el Savines, existían dos fondas aún más antiguas: la Miramar en el Carrer Ample y la Esmeralda en el Carrer Sant Antoni. Su madre le buscó trabajo en la segunda, que regentaba Margarita Portas.

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Catalina, a la derecha, con su madre y sus hermanos. / Archivo

«Empecé con mucha ilusión y enseguida me atrapó el trabajo». Estuvo en las cocinas, pero sobre todo aprendió a desenvolverse como camarera de comedor, descubriendo que se le daba muy bien relacionarse con los clientes. Algunos acudían a almorzar a diario, como ciertos extranjeros que vivían todo el año en el pueblo y también los militares del puesto de la localidad. En verano, cuando aparecían los turistas, Catalina se situaba frente a Casa Alfonso, donde paraba La Parrala, el autobús de línea que enlazaba con la capital, y ofrecía a los turistas la posibilidad de pernoctar o almorzar en la Fonda Esmeralda. Todos ellos llegaban en barco desde Barcelona y otros puertos. Entonces la Esmeralda no contaba con habitaciones propias, sino que alquilaba estancias en las casas del pueblo, aunque con el tiempo se construyó un anexo con dormitorios.

Entre los clientes figuraban algunos maestros que daban clases particulares y empezó a estudiar con ellos para recuperar algunas de las clases que había perdido. También comenzó a aprender francés con la señora Magnus, una alemana que vivía en el pueblo y que también dominaba el inglés.

Permaneció en la Fonda Esmeralda de 1951 a 1954, trabajando todo el año por un sueldo muy modesto, que complementaba con las propinas. «Al final ganaba lo suficiente como para comprarme ropa y zapatos, e ir a la modista», apostilla.

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Catalina a la derecha con su madre y sus hermanas. / Archivo

Entre los clientes de la Fonda Esmeralda estaba Hans Hinterraiter, pintor suizo de gran prestigio, que según Catalina en aquella época no pintaba: «nunca le vimos con un pincel en la mano». Sus lienzos, a base de geometrías, sin embargo, cuelgan en algunos de los mejores museos del mundo y se le han dedicado grandes retrospectivas. «Como siempre se servían fideos, Hans bromeaba conmigo que si pusieran en fila todos los que se había comido allí podría llegar hasta Suiza», apunta.

Una de las mejores anécdotas de Catalina en aquellos tiempos, cuando aún contaba sólo con 18 años, ocurrió al tener que ir a vender a la ciudad un cerdo criado en los corrales de la fonda, por encargo de la dueña. Se puso de punta en blanco, se subió al camión del transportista, Joan Prats, y se dirigió al matadero, donde había que pesarlo, para después venderlo y cobrarlo. «Como el camión estaba lleno de cerdos, me pasé preocupada todo el viaje por si, a la llegada, sabría reconocerlo», explica entre risas. Al final, los otros dueños, que ya aguardaban el camión, se hicieron cargo de sus animales y Catalina, por descarte, recuperó el suyo sin mayores contratiempos.

Catalina y su marido, José Luis Valdés.

Catalina y su marido, José Luis Valdés. / Archivo

Su novio Pepe, el asturiano

El 22 de mayo de 1952 se celebraba un baile en la sede de la Sociedad Deportiva Portmany, en Can Tarba. Las madres acompañaban a las solteras, ya que estaba mal visto que fueran solas. Los chicos las sacaban a bailar, pero a Catalina no había ninguno que le gustara. De pronto aparecieron unos forasteros, que tenían el grado de alférez y realizaban la Milicia Universitaria en la capital. Así conoció a José Luis Valdés Ordieres, que le sacó a bailar y le habló de las montañas de su tierra. Quedaron al día siguiente para verse. Él dijo que iría en bicicleta desde la ciudad y se presentaría en el bar Escandell. Ella acudió a esperarle, «por curiosidad», sin pensar que aparecería. Sin embargo, él no faltó a su palabra y a Catalina le entró tanta vergüenza que salió corriendo en dirección a la Fonda Esmeralda. Pepe, sin embargo, le siguió y a esa tarde le siguieron muchas otras.

Catalina y Pepe.

Catalina y Pepe. / Archivo

El alférez había estudiado la carrera de Profesor Mercantil y permaneció en la isla hasta septiembre, yendo a verla todos los días a Sant Antoni. Al pequeño Vicente, su hermano menor, le tocaba hacer siempre de carabina. Cuando se marchó, se pasaron cuatro años escribiéndose una carta cada día y viéndose en septiembre, que era cuando él podía viajar a la isla. «El cartero ya estaba harto de nosotros», comenta con sorna. Un día, cuando ya llevaban muchos años juntos, juntaron todas las cartas y las quemaron en una hoguera.

El primer negocio: la Pensión Tropical

Mientras Pepe seguía trabajando en Oviedo, administrando una empresa de mármoles, la pareja soñaba con casarse y abrir un negocio familiar. Catalina, que se ganaba la complicidad de los clientes de la Fonda por su carácter y simpatía, se atrevió a dar el paso ella sola y alquiló la Pensión Tropical, ahora hotel, frente a la Residencia Militar, en el verano de 1955. Allí permaneció dos temporadas. Acordó pagar un alquiler al dueño, Pep Mussonet, y repartirse las ganancias. Trabajaban con ella sus hermanas y su madre, y algunos miembros de la familia Mussonet. Eran habitaciones muy sencillas, con un lavabo que desaguaba en un cubo, que también complementaban con habitaciones alquiladas en las casas del arrabal.

Klaus Ziemer, un cliente alemán que acabó siendo amigo de la familia, junto al cartel de la pensión Tropical.

Klaus Ziemer, un cliente alemán que acabó siendo amigo de la familia, junto al cartel de la pensión Tropical. / Archivo

Uno de esos clientes era un alemán llamado Klaus Ziemer, que acabaría yendo muchos años a sus hoteles y del que conserva una foto preciosa junto a un coche y un cartel de la Pensión Tropical. Aquel año el general Franco visitó Ibiza y Klaus le tomó una fotografía en la ciudad, paseando bajo palio junto al obispo y otras autoridades, y le regaló una copia a Catalina.

Otro cliente era un escritor llamado Emilio Ortiz Ramírez, que le regaló un ejemplar dedicado de su novela ‘Azazel’. Luego trajo al crítico y también escritor Fernando Guillermo de Castro. Una pareja, ya conocida de las temporadas en la Fonda Esmeralda, eran Arturo y Joana Jensen, él americano y ella austríaca, que residían en Salzburgo y daban clases de música en el prestigioso conservatorio Mozarteum. Hablando con ellos, un día Catalina les comentó que tenía ganas de abrir su propio negocio y le pusieron en contacto con otro conocido, relacionado con el mundo de las inversiones.

Catalina supervisando un buffet.

Catalina supervisando un buffet. / Archivo

Por fin, antes de la segunda temporada en el Tropical, Catalina y Pepe contrajeron nupcias en la iglesia de Sant Antoni. Fue el 14 de marzo de 1956, a las 7 de la mañana, una de las bodas más madrugadoras que se recuerdan. Les casó el párroco Josep Cardona Planells, Tieta, y ofrecieron un desayuno en la Pensión Tropical a sus invitados, con chocolate, ensaimadas, orelletes, buñuelos… Hubo que mandar taxis a los familiares que vivían en el campo para que llegasen a tiempo.

Tras la ceremonia y sin desayunar, se hicieron unos retratos a toda prisa en Foto Min, se despidieron de los invitados y se marcharon al puerto, porque el barco en el que salían de viaje de novios partía a las 9 de la mañana. Estuvieron primero en Mallorca, luego en Barcelona y después en Madrid y Asturias.

La Pensión Catalina: nace el gran proyecto de la familia

La segunda temporada en el Tropical no fue tan bien como la primera. El dueño les subió el alquiler y no hubo ganancias, pero ya tenían en marcha el proyecto de ses Variades, que les hacía mucha ilusión. Tras firmar un contrato con sus socios procedentes de Austria, compraron un solar en primera línea de mar, que era propiedad del Banco de Crédito Balear, y empezaron a construir. Era el mes de noviembre de 1956.

Entonces aquel andurrial apartado era un erial de tierra seca, con caminos repletos de piedras y abolladuras, donde estaban completamente solos frente a la puesta de sol. El primer año solo pudieron acabar la planta baja, con la terraza, la cocina y el comedor, donde se servía tanto a huéspedes como a clientes externos. El único edificio que existía en la zona estaba justo al lado, Can Pons, que pudieron alquilar y adecuar primero cuatro apartamentos y poco después otros tantos, proporcionando así alojamiento a sus huéspedes.

La pensión Catalina en plena construcción.

La pensión Catalina en plena construcción. / Archivo

El mobiliario se lo construyó la familia Nebot, carpinteros de Sant Josep, en estilo ibicenco, con sillas encordadas a mano que acabarían durando más de 50 años. También adquirieron todo el menaje y el edificio quedó muy bonito, con sus tres arcos característicos frente al mar.

En Can Pons tenían luz eléctrica y también ellos se instalaron allí, pero el agua había que subirla a cubos hasta un depósito en el tejado, para que los clientes se pudiesen duchar. De eso solía ocuparse su hermano Vicent o Armando, un sobrino de Asturias que pasaba los veranos con ellos.

En la pensión, sin embargo, hubo que arrancar sin luz, con neveras de hielo, y haciendo la compra a diario. «Por la noche poníamos velas en las mesas y los clientes estaban encantados por la atmósfera romántica». Abrieron las puertas el 10 de junio de 1957. Por si no tenían bastante con todos estos proyectos, Catalina se había quedado embarazada y, en plena temporada, el 26 de junio de 1957, dio a luz a su primera hija, Matilde, en la habitación de Can Pons. A los tres días ya estaba trajinando por la pensión. Luego se hicieron una habitación en los bajos del nuevo edificio, en la parte posterior.

Catalina y Pepe en el Club Diario, con Rafael Azcona y Antoni Isasi, en 2006.

Catalina y Pepe en el Club Diario, con Rafael Azcona y Antoni Isasi, en 2006. / Archivo

Ese primer verano ya les visitó el escritor Rafael Azcona, amigo de Fernando Guillermo de Castro. «Vino con la idea de escribir frente a sa Conillera y encontró tantas cosas con las que entretenerse y pasarlo bien, que no redactó una sola línea». En la terraza se reunían otros muchos amigos, como el literato Ignacio Aldecoa y su esposa, Josefina.

Terminan las obras y vienen más hijos

Para la temporada de 1958, la segunda, ya tuvieron acabadas las habitaciones de la planta alta, con ocho dobles y una individual, manteniendo las otras de Can Pons, que se llenaban de clientes que acudían a disfrutar de las vistas y la tranquilidad. Un tiempo después, unos vecinos construyeron otro edificio al lado, el Marilina, que Catalina y Pepe alquilaron, proporcionándoles otros diez apartamentos.

Su hijo Pepín nació el 24 de junio de 1959, la tercera temporada, en la propia pensión. Su madre acudía todos los días a ayudarla con los niños y también contrataban a niñas mayores de la zona para que echaran una mano. Viviendo tan cerca del mar, los pequeños aprendieron a nadar casi antes que a andar. Como en invierno no había turismo comenzaron a organizar baile los domingos, con tocadiscos y altavoces. «De allí salieron muchas parejas que acabaron casándose», apunta.

A la izquierda, el Marilina; el el centro, el Catalina; y a la derecha, Can Pons.

A la izquierda, el Marilina; en el centro, el Catalina; y a la derecha, Can Pons. / Archivo

Con la llegada de los 60, la Pensión siguió marchando viento en popa y, en abril de 1961, nació Nico, también en el establecimiento. En octubre de 1963 vino al mundo Armando, con el que, al menos, disfrutó del invierno para criarlo y, en junio de 1965, alumbró a Cati, la pequeña.

Uno de los fotógrafos más importantes de la época en Europa, Max Ottoni, medio francés y medio brasileño, y reportero de París Match, visitó la Pensión Catalina en sus primeros años e hizo un álbum de fotos familiares que les regaló y que ella aún conserva. Era un gran fotógrafo de viajes, habiendo capturado imágenes por medio mundo, y también de personalidades. Entre su obra, retratos del general de Gaulle, Juan Domingo Perón, Brigitte Bardot, Maurice Chevalier, Sacha Guitry, Boris Vian…

Hotel Coves Blanques, el segundo alojamiento

Catalina, que era una fuerza de la naturaleza y podía con todo, abrió con Pepe otro negocio ese verano de 1965: el Hotel Coves Blanques, situado en la misma zona. Se lo alquilaron a Doña Adelina, la esposa de Pedro Matutes, para explotarlo íntegramente. Lo regentaron durante 26 años.

Era completamente nuevo y la familia propietaria financió también el mobiliario, mientras que Catalina y Pepe aportaron la ropa de cama, el menaje de cocina y comedor, y la instalación del bar. Era muy funcional, con habitaciones amplias y un salón grande para eventos en el primer piso. La terraza siempre estaba llena. Al principio tenía dos plantas y luego se le añadieron otras dos. Se ofrecía pensión completa y ella se ocupaba de todo el servicio de comidas en ambos hoteles.

La Pensión Catañina en los años 50 y 60.

La Pensión Catalina en los años 50 y 60. / Archivo

El carnet de conducir

En 1967, Catalina se sacó el carnet de conducir. Hasta entonces, la compra la hacía en Ibiza y tenía que moverse en taxi porque ni ella ni su marido, nervioso donde los hubiera, se habían sacado el carnet. Cuanto por fin lo tuvo, un buen día, fueron a Ibiza ciudad a por una tarta para celebrar el cumpleaños de su hija pequeña Cati. Como aún no se sentía muy segura al volante, un amigo jubilado se encargó de conducir el Renault Ondine recién adquirido.

Cuando iban a regresar de la ciudad, Catalina le pidió a Toni que le dejara ponerse al volante para ir practicando y cogiendo confianza. «A mitad de camino, quise adelantar a un camión de carga y me encontré de frente con la camioneta de Casa Alfonso, con el propio Alfonso al volante». El comerciante se detuvo al verla venir, pero aun así chocaron. Nadie se hizo daño, pero el coche se llevó un buen golpe y la tarta quedó arruinada. El hermano de Catalina, Vicent, se inventó una historia de que la dentadura postiza del chófer salió volando y acabó clavada en la tarta y ya no se pudo comer. Aunque a partir de entonces le daba miedo coger el coche, siguió adelante y ejerció como conductora durante más de 40 años.

La Gitana, ‘palanquers’ y flamenco al atardecer

A pesar de tanto trabajo, de vez en cuando les gustaba salir por la noche con amigos o algunos clientes. Solían ir a La Gitana, el tablao flamenco de Marita Nágera, en el arrabal, y acabaron pidiendo a los del grupo que actuaran en la Pensión Catalina, durante la puesta de sol. Ese es el origen de la música al atardecer en ses Variades, que acabó siendo un fenómeno global. Tuvieron que construir un tablao flamenco para los artistas y las actuaciones tuvieron gran éxito.

Entre sus clientes había muchas chicas guapas, francesas y de otras nacionalidades, lo que atraía a un buen número de palanquers, los ligones de la tierra, que acudían incluso desde la ciudad. Según Catalina, «eran muy simpáticos y divertidos, pero no se comían una rosca».

Esta lámina de Margaret Keane, enviada por su marido Walter, decoró el Hotel Coves Blanques.

Esta lámina de Margaret Keane, enviada por su marido Walter, decoró el Hotel Coves Blanques. / Archivo

El falso pintor Walter Keane

A mediados de los 60 se alojó en la Pensión Catalina Walter Keane. Ofrecía mediante postales unos cuadros de unos niños con los ojos muy grandes. Al poco tiempo, como agradecimiento a su estancia, envió una colección de serigrafías de obras de esa misma colección, que acabaron colgadas de las paredes del Hotel Coves Blanques y que despertaban la admiración de muchos huéspedes.

Años después se publicó su historia. Al parecer, él vendía estos cuadros como propios, pero en realidad los creaba su mujer, Margaret, que permanecía en el anonimato. Cada vez eran más famosos y la mentira crecía como una bola de nieve. Los adquirían grandes artistas de Hollywwood, como Joan Crawford, Kim Novak, Natalie Wood o Jerry Lewis. Algunos llegaron a venderse por 200.000 dólares de la época. Margaret se encerraba en el estudio y pintaba 16 horas, sin que el mundo o su propia familia supieran que era ella. En 1975, tras divorciarse, Margaret Keane confesó la verdad en un programa de radio. El director de cine Tim Burton llevó la historia al cine, a través de la película ‘Big Eyes’, interpretada por Amy Adams y Christopher Waltz, en 2014.

Catalina y Pepe, con el turista un millón.

Catalina y Pepe, con el turista un millón. / Archivo

El turista un millón

El 28 de septiembre de 1971 llegó a la Pensión Catalina una pareja de alemanes de Düsseldorf a pasar su luna de miel. Les esperaba una habitación con vistas al mar, pero cuando aterrizaron y descendieron la escalerilla del avión, se encontraron con que eran el turista un millón de la temporada. Las autoridades les esperaban para agasajarles, les entregaron flores, hubo baile folklórico y les dieron regalos. Estuvieron muy felices.

La fiesta asturiana y los festines gastronómicos

En 1983, la Pensión Catalina organizó la primera fiesta asturiana que se recuerda en Sant Antoni. La impulsó Celso Pérez, con un menú a base de fabada, salpicón de marisco, fabes con almejas, arroz con leche, sidra en cantidad, un gaitero… Fue mucha gente del pueblo y buena parte de los asturianos de la isla, como el pintor Luis Amor, que les había creado numerosas obras para decorar los salones del Catalina y el Coves Blanques.

La gastronomía era uno de los puntales del hotel. Se hacían grandes fiestas, con extensos buffets con bandejas decoradas, camareros de esmoquin, cocineros impecablemente uniformados… También se celebraban numerosas bodas y, cuando eran multitudinarias, había que repartir mesas por la terraza porque no cabían todos en el comedor.

la pensión Catalina,

Nico Prats Valdés, con el famoso mono. / Archivo

La historia del mono

Al Hotel Coves Blanques también acudían numerosos clientes repetidores. Muchos acababan siendo incluso amigos. Entre ellos, dos canarios, Paco y Antonio, que una temporada aparecieron acompañados de un mono, con la intención de cobrar a los turistas por hacerse fotos con él en las playas. El pobre animal dormía en una jaula que les dejaron instalar en un trastero.

Un día, el simio escapó de la gabia y apareció corriendo por los pasillos y habitaciones donde dormían los clientes. Aunque no atacó a nadie, se metió en el dormitorio de una inglesa, que, al verlo saltar sobre la cama, se desmayó del susto. Tuvieron que llamar a un médico para despertarla y tranquilizarla. «Cuando volvió en sí, no sabía si estaba en Ibiza o en la selva africana», bromea Catalina. La clienta volvió durante dos o tres temporadas más, pero al hacer la reserva de la habitación siempre pedía que le dieran «una sin mono».

El animal persiguió a las camareras de pisos, saltó por el mostrador de la recepción y armó un gran escándalo hasta que Paco, uno de los que lo habían traído, logró controlarlo y meterlo en la jaula. Lógicamente y sin más demora, les pidieron a los dos canarios que emigraran a otra parte.

Catalina y su hijo Pepín, en la barra del hotel.

Catalina y su hijo Pepín, en la barra del hotel. / Archivo

Ampliación y venta del Hotel Catalina

Con los años, pudieron liquidar al socio austríaco su parte, de forma que la Pensión Catalina pasó a ser solamente suya. Como la demanda de camas seguía creciendo, decidieron ampliar el negocio hasta las 74 plazas y elevar su categoría a hotel de una estrella. A mediados de los años 60 compraron más terreno y lograron que una agencia inglesa les anticipara dinero para las obras.

Lo tuvieron en marcha unos años, pero la situación financiera se complicó y permaneció cerrado unas cuantas temporadas, hasta poderlo reabrir, en 1984, dejándolo bonito y sus cuatro plantas bien rematadas. Tras unos años en funcionamiento, en que el turismo había cambiado, y ya en época de jubilarse, se lo vendieron a la cadena Playa Sol, hoy Vibra Hoteles, en 1999. Actualmente está en obras y se convertirá en un alojamiento de cuatro estrellas, algo que a Catalina le satisface «porque dará categoría a la zona».

El Hotel Catalina, ya con una estrella, tras la ampliación.

El Hotel Catalina, ya con una estrella, tras la ampliación. / Archivo

Boutiques en el arrabal de Sant Antoni

Catalina, a la que siempre le ha gustado vestir bien, decidió aprovechar el tiempo en que mantuvo cerrado el Hotel Catalina para abrir varias boutiques. Le pidió a su hermano que le alquilara un local en la calle Sant Antoni y le puso el nombre de ‘Matilde’s’, por su hija mayor. Vendía prendas de punto hechas por mujeres de la isla. Permaneció en funcionamiento doce años, siempre con alguna dependienta de confianza. Vicent tenía otro local al lado, que albergó la famosa galería Es Llimoner, donde expusieron los mejores artistas de la isla, como Antonio Hormigo, Kennedy o Daifa, entre muchos otros.

Vicent tenía otro local en el Carrer Ample, heredado de unos tíos, y lo arreglaron y bautizaron como ‘Supergrease’, por la película de John Travolta. Luis Amor les hizo unos mosaicos en las paredes con coches antiguos cargados de chicos y chicas, basados en la película. Allí Catalina vendía sobre todo moda Adlib de marcas que luego se han hecho muy famosas, como Juanita Díaz, Charo Ruiz, Toni Bonet, José Luis Hernández, Piluca Bayarri, etcétera. Le iba tan bien que acabó abriendo un tercer comercio, ‘Catalina Prats Ibiza Moda’, que inauguró en 1989, frente al Hotel Llevant, en el Carrer de Ramón y Cajal.

Los cinco hijos de Catalina y Pepe.

Los cinco hijos de Catalina y Pepe. / Archivo

Casa frente a ses Variades

Tras toda una vida dedicada al turismo, Catalina vive ahora en una casa en ses Variades, donde todos los días ve el atardecer junto a sa Conillera, la misma vista que disfrutaba desde la pensión. Su marido falleció hace pocos años y ella le recuerda, junto a sus aventuras empresariales, a través de algunos de los preciosos cuadros que en su momento adornaron salones y cafés del Catalina y el Coves Blanques, y de los montones de álbumes de fotos de aquellos años, de los que han salido las imágenes que ilustran este reportaje.

Catalina tiene 10 nietos y 9 biznietos.

Catalina tiene 10 nietos y 9 biznietos. / Archivo

También ha escrito sus memorias, que espera ver publicadas en el futuro y, sobre todo, disfruta de una gran familia, con diez nietos y nueve biznietos, que le alegran la vida. Asegura que, de vez en cuando, aún tiene pesadillas de logística, en las que le falta algún ingrediente para rematar un buffet o el servicio de una boda. «Cuando me despierto y veo que sólo es un sueño, siento un gran alivio», remata.

Una gran mujer, carismática y afectuosa que, sin duda, contribuyo a que aquel Sant Antoni se convirtiera en un destino turístico mítico.

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