Esperando a que Cala Bassa vuelva a ser ella misma

Esta orilla, definida por la charca que la precede, sigue siendo una de las más vírgenes del litoral pitiuso. En temporada, sin embargo, pierde por completo la esencia familiar que siempre la había caracterizado

Cala Bassa con la silueta de es Cap Nonó al fondo. X.P.

Cala Bassa con la silueta de es Cap Nonó al fondo. X.P. / xescu prats

Esa sensación de no ser yo mismo, como una especie de alienígena en un disfraz humano perfecto (Stephen King)

Al ibicenco aferrado a sus raíces algunos rincones se le indigestan en esta época, hasta el extremo de no pisarlos hasta que no vuelven más o menos a su estado pretérito. Uno de los que transmutan hasta extremos inverosímiles es Cala Bassa, una de las playas más espectaculares de la isla y que, sin embargo, expulsa sistemáticamente al residente, incapaz de soportar el bullicio extremo que concentra, las clavadas de los chiringuitos y los servicios playeros, el ruido de la música y el horizonte colapsado de cascos y mástiles, que impiden disfrutar con nitidez la impactante visión del Cap Nunó, con sus acantilados pelados y su inclinada corona de pinos.

Hubo un tiempo en que Cala Bassa era la playa de los ibicencos. Por supuesto, desde los años sesenta la compartían con numerosos turistas, que llegaban atraídos por su orilla turquesa, su impoluta media luna de arena blanca y la posibilidad de acceder a ella a bordo de pintorescas golondrinas, que zarpaban frente a los hoteles de la bahía. Aun así, constituía una playa familiar donde los niños disfrutaban en el agua y dormían la siesta bajo los pinos y las sabinas de las dunas.

Es difícil hallar un ejemplo más contundente que Cala Bassa de hasta qué punto se puede privatizar de facto una playa, sin que ésta pierda su estatus administrativo de territorio público. Hoy en día, solo puede estacionarse en el parking de pago habilitado por los tres chiringuitos, que pertenecen a la misma propiedad y conforman un monopolio que les permite aplicar los precios que estimen oportunos. Obviamente, resultan prohibitivos para las familias, que no disponen de otra alternativa.

Disfrutar de las tumbonas, que ocupan media orilla y parte de las dunas, requiere consumir una botella de champagne de 200 euros, pese a que las ordenanzas impiden cobrar más de 10 por cada una. De esta forma, ningún residente las alquila y, por supuesto, tampoco el turismo familiar extranjero, que antaño aquí abundaba. Queda la alternativa de plantar la toalla entre el hormiguero en que se ha convertido la orilla, pero a quién le apetece soportar tales condiciones. Y quienes acuden por mar, con su embarcación, la encuentran tan abigarrada que no tienen más remedio que fondear muy lejos de la orilla.

El ibicenco que, a pesar de todos estos condicionantes, decide plantarse en Cala Bassa y no dar media vuelta, probablemente se recluya en las rocas punzantes, salpicadas de coqueras, que flanquean la singular charca (en ibicenco, bassa), situada antes de la orilla. Ésta, por cierto, se halla conectada a la bahía mediante un estrecho canal recortado en los escollos y proporciona nombre a la cala. Desde tan incómodo parapeto, el bañista se zambulle en el agua cristalina, que aquí sí se conserva apacible.

Para volver a gozar de la versión paradisíaca y vacía de Cala Bassa, a jugar a la pelota en la orilla y chapotear y bracear sin miedo a chocar con otro bañista, tal y como sucedía no hace tantos años, solo cabe aguardar al otoño y al invierno, y aprovechar sus días claros y soleados, antes de que el agua se enfríe en exceso. Cala Bassa sigue libre de grandes urbanizaciones y mantiene su condición de paraíso, pero solo fuera de temporada. Como en la fotografía.

Renunciar a la siesta

Si antaño existía una característica especial que definía Cala Bassa eran las sombras de sus dunas, donde se recluían los residentes a echar largas siestas, mecidos por la brisa que circulaba entre las ramas. Hoy, esta tarea resulta imposible, ya que toda la zona se halla compartimentada, escalonada y definida en terrazas que, aunque no están ocupadas por las numerosas infraestructuras y servicios de los chiringuitos, se han convertido en zonas ajardinadas incompatibles con el descanso vespertino. Poder echar la siesta, se puede, pero solo si a uno no le importa que, mientras tanto, le escruten como a un bicho raro.

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