Memoria de la isla: Creencias y supersticiones marineras

En el mundo antiguo, Poseidón, Neptuno para los romanos, era el dios de las profundidades marinas, un gigante azul tan poderoso como imprevisible, al que, cuando estaba dormido y encalmada la mar, era muy peligroso despertar. De aquellas creencias son herencia las supersticiones que han tenido siempre los pescadores y marineros

Pescador.

Pescador. / ALBERT SCHWARZ

Los pescadores, por lo general, eran profundamente religiosos, pero solían disimularlo. Toda la parafernalia clerical de misas y rosarios les parecía cosa más propia de mujeres. Me contaba mi padre, carabinero en los muelles, que un tal Jeroni, patrón de una barca de bou que tenía fama de piadoso, le confesó un día en el Garroves —bar de los Andenes— que el hecho de no ocultar su condición de creyente le daba mala fama: «A la Bomba diuen que faig pudor de ciri!». Aquel hombre era una excepción, pero cabe decir que, llegado el momento, todos los pescadores manifestaban abiertamente su fe. Lo hacían el día de la


Virgen del Carmen, cuando sacaban la imagen en procesión marinera hasta más allá del Botafoc y s’Illa Negra. Los patrones discutían, incluso, qué barca merecía el honor de entronizarla en su cubierta. Alguna vez se dirimió por sorteo, tantas papeletas como barcas colocadas en una bolsa y una marcada con una cruz. Y hubo veces en que el celo llegó a tal punto que ni uno ni otro, tuvo que salir al quite el Comandante de Marina y el portador fue el remolcador de la Salinera. Los pescadores tenían por sagrados, eso sí, los entierros y los funerales.

Ningún pescador se hacía a la mar el Día de Difuntos sin ir antes a misa y el Viernes Santo cruzaban las antenas de las barcas como recuerdo del Crucificado. También era común llevar en la timonera, junto a un calendario con una moza de buen ver, una estampa de la Virgen o de cualquier santa o santo que, si venían mal dadas, pudiera echarles una mano. Y si el valedor celestial no respondía, se cambiaba por otro. Las gentes de la mar vivían la religión a su manera. Con una fe elemental, pero firme y sin hipocresía. Antes o después, todos pasaban por un mal trago que obligaba a pedir ayuda a quién fuera, también a Dios. Como se decía, «no sap resar qui no va a mar».

Recuerdo de mis días de bachiller en el Santa María, el instituto que estaba en Dalt Vila, que cuando don Vicente Bufí me imponía en la confesión hacer la penitencia frente al Santo Cristo del Cementerio, en el Convento de Santo Domingo, en la capilla siempre había exvotos marineros, un trozo de red o una pequeña barca. En cierta manera, aquella manera de vivir el hecho religioso estaba justificada. Yo creo que no iban a misa porque no podían, porque para ellos no mandaba el calendario, mandaban las condiciones del tiempo y de la mar. Si las fiestas llegaban después de 2 o 3 días de temporal, con las barcas amarradas, a la que amainaba se tenían que hacer a la mar. El padre José, carmelita en Sant Elm, más tozudo que una mula, no cejaba en su empeño de engatusarles. Fracasó cuando trató de venderles el escapulario como salvaguarda en las tormentas. Y no le fue mejor cuando, para ganárselos, salió alguna vez a pescar con ellos, aunque lo que pescaba era unas melopeas que le sacaban la primera papilla. Desistió.

Entre los pescadores pesaba mucho la suerte que no tenían por cosa accidental o fortuita. Pensaban que las desgracias tenían motivo, alguna causa. Podía traer mala suerte que alguien a bordo hablara de zapatos «perquè porten pega». Asociaban la pega de los zapateros con el doble sentido de la palabra cuando se decía de alguien està de pega.Y si soltar un cagun Déu! era sólo una exclamación, una forma de hablar, a ningún pescador se le ocurría mentar en el mar a un ahogado o al demonio, no fuese que acudieran.

Curas con sotana, no

Los curas no podían subir a bordo porque portaven la negra, la enlutada sotana que anunciaba la muerte. Supongo que al P. José, el fraile de Sant Elm, lo dejaban subir a bordo porque su hábito era marrón. Y tenían, por supuesto, muchas otras supersticiones. Un paraguas llamaba al mal tiempo. Oír campanadas al hacerse a la mar anunciaba desgracias. No convenía embarcar animales con pelo, pero sí con plumas. Silbar despertaba a los vientos. Si alguien echaba una cabezada lo hacía con los pies hacia la popa, ¡ya le llevarían con los pies por delante cuando se muriese! Daban buena suerte las ristras de ajos y avistar delfines. Mirar hacia atrás al salir del puerto era mala cosa, convenía partir con confianza y convencimiento. Que se derramara vino en la cubierta era bueno porque el vino significaba vida, de aquí la costumbre de romper una botella contra el casco en las botaduras.

Y causaba auténtico pánico en las tormentas el fuego de san Telmo, resplandores azules que aparecían en mástiles y vergas. Hoy sabemos que es un fenómeno físico —el aire que se ioniza con el aparato eléctrico de los rayos—, pero antiguamente creían que era señal de que Poseidón y su hermano Zeus andaban a la greña, y desgraciada la embarcación que estuviera en el mar.

Cuestión de fe

Saber pescar no bastaba para hacerse a la mar, de aquí que junto a las creencias ortodoxas hubiera otras que lo eran menos, aunque incluso estas, fuese por miedo o por lo que fuera, también descubrían cierta forma de fe. Había dos familias en la Penya que por discreción llamaremos de can Peix y can Xonxo -y sigo con lo que me explicaba mi padre- que mantenían una cierta rivalidad y cuando una de ellas conseguía buenas capturas, no era raro que la otra comentara son sorna: «Mire-te’ls, els de can Peix ja han anat a cremar un ciri a Sant Elm!». Y es que si la suerte no venía, había que buscarla donde fuera, aunque fuese en los cielos. No era cosa a despreciar la intercesión de los de arriba. En nuestros días, con las embarcaciones que llevan motores de 1500 HP, radio, sonar y qué sé yo, las cosas han cambiado, pero, incluso ahora, a pesar de tanto invento, no es raro ver en las timoneras la tradicional estampa de la Virgen del Carmen. Y la procesión del 16 de julio se sigue haciendo.

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