Memoria de la isla: La barra

«En los primeros decenios del siglo pasado, el puerto estaba dividido en dos partes bien diferenciadas: la mitad del mediodía, dragada e inmediata a los Andenes, por la que pasaban las quillas mayores, y la mitad del norte, casi cegada: la Barra (…) Muchas quillas fueron a clavarse a lo largo de los años en sus fangos». E. Fajarnés Cardona

Passeres i xalana.

Passeres i xalana. / Josep Mª Subirà

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

En los años 50, el norte del puerto de Vila era otro mundo que en nada se parecía al que vemos hoy. ¿Quién nos creerá si decimos que pescábamos anguilas en las acequias de ses Feixes? Por los huesecillos que aparecieron en el yacimiento de sa Capelleta sabemos que también los púnicos las pescaban. Y más sorprenderá saber que en aquellas aguas someras recalaban flamencos. En ‘Les illes oblidades’ los dibujó Vuillier. Y yo mismo llegué a verlos. Eran los años 50 y uno andaría por los 6 o 7 años. Recuerdo que uno de aquellos pájaros se quebró una pata, se la entablillaron, lo tuvieron convaleciente en un corral junto al Matadero y los chicos íbamos a verlo al salir de La Consolación, el colegio de monjas. Cuando estuvo curado, mi padre nos acompañó para que viéramos cómo lo soltaban. Fue un domingo, a media mañana, a finales de octubre.

Creo que en estos papeles se anunció la suelta. Cuando abrieron el jaulón, aclimatado a su refugio, el pájaro no se percataba de su libertad y no se movía, pero acabó saliendo, dio unos saltitos torpes, casi cómicos, y levantó el vuelo hacia Figueretes. Alguien dijo –entonces no lo entendimos- que volvía a sus cuarteles de invierno y que al año siguiente regresaría. Pero no volvió. Y nunca más vimos zancudas en la bahía.

Nuestro escenario de juegos entonces era el entorno de la calle Azara, un pequeño mundo que para nosotros era grande y que podíamos leer como el mapa de la escuela: limitaba al norte con los muelles, al sur con la muralla, al este con el Rastrillo y al oeste con el paseo de Vara de Rey. Después, a los 8 años, para bien y para mal, las cosas dieron un vuelco. Habíamos hecho la Primera Comunión, rito iniciático que nos expulsó de la infancia al reconocernos uso de razón, capaces de discernir entre el bien y el mal, pero que nos dio más libertad y nos permitió, con las bicicletas que alquilábamos en Casa Serapio, escapábamos por el camino viejo de Talamanca que atravesaba el Prat de ses Monges. Aquel norte de la bahía lo teníamos instintivamente dividido en tres tramos diferenciados: el primero, todavía urbano, iba desde el codo del puerto donde está el Marisol hasta el Astillero y nuestras referencias eran el cementerio de barcos frente al Matadero y l’obrador des Saboner; el segundo iba desde el Club Náutico hasta la Casa Colorada y en él empezábamos a ver las aguas casi siempre encalmadas y como muertas, con un buen número de chalanas amarradas a unos postes clavados en el fango que soportaban unos tablones en precarias pasarelas que teníamos que atravesar para llegar a las barcas.

Orillas fangales

Guardar el equilibrio era importante, pero no pasaba nada si uno daba en el agua que allí no llegaba a las rodillas. El tercer tramo, el último, iba desde sa Conserva d’en Matutes i sa Casa Vermella al mollet d’en Puvil, donde atracaba la barca de Benjamín que llevaba los primeros turistas –entonces casi todos eran peninsulares- a la playa. En aquellas orillas fangales crecían carrizos, juncos y matas salobrales como las que vemos todavía entre los estanques salineros. De allí recuerdo la divertida estampa que me proporcionó Ferrer Guasch, una fotografía con una cabra comiendo los hierbajos que crecían dentro de una chalana abandonada y medio hundida, convertida por la naturaleza en un insólito comedero.

Conocíamos aquellas aguas extasiadas del norte de la bahía como la Barra, fondos que colmataban las tierras que desaguaban las acequias del Prat de ses Monges y el Prat de Vila. Don Ernesto, nuestro maestro, nos explicó que aunque la barra es un lugar común en las desembocaduras de torrentes y ríos, en nuestro caso era un paisaje especial, un lugar único que debíamos escribir, siempre, con mayúsculas, la Barra y ses Feixes. Aquel era un paisaje familiar, secular y todavía rural, no muy distinto posiblemente del que vieron los púnicos, los árabes y los primeros catalanes. Ahora pienso la suerte que tuvimos algunos de conocer aquel extraordinario humedal, antes de que el cemento redujera el espejo del agua, cerrara la salida al mar de las acequias, arruinara los huertos y levantara la barrera de edificios que hoy ciegan la marina.

Es ahora, a toro pasado, cuando caemos en la cuenta de que aquel entorno se hubiera podido preservar. Si la bahía quedaba pequeña y faltaban amarres, tal vez hubiera sido mejor acometer la propuesta que ya en los años 50 y en estos mismos papeles hizo el Práctico del puerto, don Camilo Cesáreo: hacer nuevos muelles en el antepuerto con un dique que desde Botafoc avanzara hacia s’Illa Negra. Lo que luego hemos hecho.

El ‘gambaner’

De aquel paisaje sólo nos quedan algunas fotografías y recuerdos. En los míos, veo la draga que mordía los fondos junto a las boyas que marcaban el límite que los barcos no podían superar para no encallar. Si quedaban atrapados, tenía que acudir a sacarlo el remolcador de la Salinera. La draga era una gabarra negra que en su popa montaba una grúa con una cazoleta dentada que mordía los fondos y los soltaba luego en mar abierto. Todavía puedo oír el sonido de sus cadenas, el mismo que hacía el vapor correo al soltar el ancla, dra-dra-dra. Otra imagen de la Barra es el de la chalana que morosa cruzaba las aguas quietas, lisas como una lámina de metal y que sólo conmovían levemente los remos que, al volar sobre el agua, dejaban un reguero de goterones que enseguida se desvanecía. Es una de las estampas más pacíficas que recuerdo de la bahía. Junto a la del gambaner que, remangados los calzones, pasaba lento su rastrillo para recoger las gambillas que se utilizaban luego como cebo. Uno tenía la impresión de que el gambaner, evangélica y milagrosamente, caminaba sobre las aguas.

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