Un paseo por la ciudad en sombras

En algunos momentos del año, muy especialmente cuando cambia la hora, se produce un desajuste que sume a la urbe en tinieblas durante un breve lapso, hasta el instante en que vuelven a encenderse las farolas

Vila vista desde Marina
Botafoc. x.p.

Vila vista desde Marina Botafoc. x.p. / xescu prats

Xescu Prats

Xescu Prats

Basta con que la parte visible esté impecable para que se tenga una opinión favorable de la que no se ve. (Junichiro Tanizaki. ‘El elogio de la sombra’)

Suele ocurrir en el tránsito del otoño al invierno, cuando los relojes se atrasan y de pronto la noche se desparrama. Como si el cambio de hora cogiese desprevenidos a los programadores de las farolas y, por unos días, la ciudad permaneciese inmersa en sombras durante un breve paréntesis, congelada bajo los estertores del crepúsculo, hasta que las luces regresan de golpe.

La sensación de atemporalidad se acentúa cuando el perfil urbano se escruta con suficiente perspectiva, desde el otro lado de la bahía. Sin embargo, el tránsito hacia es Botafoc por la Avinguda de Joan Carles I, aunque se hayan retirado las vallas que aislaban aún más los pantalanes de las marinas, carece de visibilidad suficiente. Los cascos de los barcos y los mástiles, primero, y los locales comerciales de la Marina Botafoc, después, lo impiden. Hay que adentrarse por el carrer de Ibossim, el mismo que desemboca en el faro, y alcanzar la esquina del Corso, para acceder a la panorámica adecuada.

Desde ahí, con las posaderas bien asentadas sobre el murete blanco y los pies colgando encima del rompeolas, la negrura urbana parece absoluta. El cielo, sin embargo, se niega a apagarse y sus trazos pastel se proyectan sobre el espejo del agua. De frente, a ras de mar, la señal que indica que la velocidad máxima es de tres nudos, invisible salvo el perfil, y la baliza del extremo del dique que marca la entrada por mar a la Marina Botafoc. El color del pie que sostiene la luminaria tampoco se aprecia con nitidez, aunque por el día es bitonal, con dos franjas verdes y una roja. Como la bandera de Surinam, ese país inmerso entre las Guayanas, encima de la Amazonia, que es el menos habitado de toda América del Sur, pero sin los filos blancos ni la estrella amarilla.

A media distancia, la ciudad amurallada, donde apenas se intuye el juego de ángulos que esbozan los baluartes superpuestos cuando hay luz. También la silueta de las grúas que rasgan el atardecer, a diferencia de en la imagen, que se tomó hace un lustro. Sin la presencia de los reflectores que subrayan las texturas de la Catedral y los lienzos de mampostería que la sostienen. Apenas quedan ventanas iluminadas en la ciudad áulica y tampoco a sus pies, en los barrios marineros. Como si allí, superado el verano, ya no quedara nadie.

Sumida en una oscuridad semejante, la costa de s’Arany y s’Illa Negra; el Puig des Corb Marí, con la Xanga a los pies, y la punta de ses Portes y los islotes que la prolongan telegráficamente hacia Formentera. El paseo por la ciudad en sombras, inmaculada en su negrura, como diría Tanizaki, se detiene hasta que una mano invisible, tal vez mecánica, pulsa la llave y la devuelve al marco acostumbrado, luminoso y previsible, sin fantasmas agazapados en la penumbra.

Luego se tercia seguir hasta el dique, infame acromegalia aunque dicen que necesaria para abrigar el puerto, y bordear el faro para echar una última ojeada a Dalt Vila desde este otro ángulo, menos habitual excepto para el navegante. No cabe mayor elogio de la sombra que cuando se toma conciencia de ella.

Suscríbete para seguir leyendo