Tercera edad en Ibiza: Santa Agnès, huella viva del pasado

En el Pla de Corona se solapan los vestigios de antaño con los avances del presente, los casilleros para cartas, ya sin uso, con los mensajes por Whatsapp para concertar una cita con el cura, los copazos de ‘frígola’ con los vermús ‘ben grossos’

José Miguel L. Romero

José Miguel L. Romero

En Cas Ferrer, a 900 metros de Santa Agnès, no se admiten tarjetas de crédito para pagar. Y cuando se tira de la cadena del inodoro, es tal cual. Allí no ha llegado aún el botón de descarga del retrete. A sus puertas hay aparcado un Renault 6 GTL, una reliquia que se conserva espléndidamente. Qué tendrán los payeses que mantienen sus autos de los años 70 como nuevos. El top de bebidas servidas lo encabezan la frígola y las herbes Marí Mayans. Los tertulianos, siete a primeras horas de la mañana, apuran lentamente las copas rellenas con esos licores anaranjados. Todos miran al televisor (sólo uno hace scrolling en su móvil), pero da la impresión de que ni escuchan ni les interesa ese programa sobre coches de época que, tras comprar a precios asequibles, reforman para venderlos luego a precio de oro. Antoni Costa, el dueño, se mueve y sirve los cafés pausadamente. Muy muy lento. Explica que acaba de hacer una cuenta cinco veces porque no le salía, así que me invita a tener paciencia. Necesita «tiempo» para reponerse, hablará cuando pueda. Tiene 71 años, dice que está «medio jubilado» y hace 40 que a la antigua tienda que inauguró hace un siglo su abuelo, Toni Costa como él, y que heredó de su padre, otro Toni Costa, le añadió el bar, aunque, eso sí, antes «se podía tomar un botellín» en aquel comercio.

Santa Agnès, huella viva del pasado

Antoni Costa, segundo por la izquierda, en la comida de mayores. / Marcelo Sastre

La mejor hora para hablar con los abuelos del lugar, dicen sus clientes, es de noche, cuando vienen a jugar a las cartas y a tomar un copazo. O yendo a la misa de las 11, la única de la semana. Otra posibilidad es ir a las 14 horas a la comida de la tercera edad que se celebra, como cada año, en el bar Cruce de Sant Rafel. Todos en el pueblo hablan de ese acontecimiento anual, nadie se lo perderá.

Santa Agnès, huella viva del pasado

Asistentes a la comida de la tercera edad en Sant Rafel. / Marcelo Sastre

En Cas Ferrer siguen vivas las huellas del pasado reciente. Costa construyó, con sus manos, el hueco donde instaló la cabina del teléfono, sobre el que hay un cartel que avisa de ese servicio. Hace tiempo que ese cubículo está ocupado por cajas apiladas de botellines de cerveza. Señala la pared en la que, antes que en esa estrecha cabina, se encontraba el receptor: cobraba por pasos, que leía en un aparato adherido a la barra. Entonces «no había línea, funcionaba por radio. Luego instalaron una antena ahí arriba, en la montaña, que conectaba con la de Sant Rafel».

Casilleros sin cartas

De la pared cuelgan unas fotos espectaculares de las lluvias torrenciales que anegaron el Pla de Corona. Justo el sábado echó un vistazo al anverso, donde leyó que fueron captadas en diciembre de 2016. Se creía entonces que tanta agua salvaría a los almendros, ya entonces renqueantes, pero ni por esas: «Los que tenía en mi finca están muertos ya. Los olivos, también. De enfermedad. Y no por la sequía: antes hubo otras y nunca se murieron». Cómo ha cambiado el Pla en las últimas décadas, caray. La cantidad de almendros arrancados y convertidos en leña allí, como en toda la isla, es colosal.

Antes venía a Santa Agnès gente de toda la isla para jugar en el ‘casino’. Casino «camuflado, ilegal, claro»

En otra de las paredes se conserva otra reliquia: el casillero postal. Tiene un centenar de cajones abiertos, cada uno con el nombre del propietario de una vivienda de la zona. No hay una sola carta en ellos. En uno se lee el nombre de Michel Cretu. Ahí sigue pese a que «desde que le echaron abajo la casa dejó de venir». Hace años que no recibe ni publicidad. Frasquet, Es Col des Puàs, Toni d’en Batle, Can Tunicu, Can Basora, Colegio, Mojamet (sic), Can Jordi… Son otros de los 100 nombres que encabezan cada cajón de la estafeta. Sólo hay uno con algo dentro: tiene cartas, pero de una baraja. El padre de Antoni Costa era el cartero, de ahí ese casillero, explica.

A 'ses cartetes'

Mientras sirve el café, tan espeso que parece turco y tan consistente que sus efectos estimulantes duran todo el día, explica que de pequeño iba en bici a ver a sus amigos de ese extendido vecindario. Era una colla de «seis o siete» chavales. A veces quedaban en Can Blai para jugar «a ses cartetes», que eran cajas de cerillas ilustradas, en ocasiones, con los palos de una baraja. Lanzaba su zapatilla de tela a las cajas y las que quedaban fuera de un marco «dibujado con calç» pasaban a ser de su propiedad.

Tantos años en la barra, tantos clientes a los que, con el paso inexorable del tiempo, ha perdido. «Antes apenas había extranjeros. Ahora está lleno. La gente de la zona les ha vendido baratas sus casas», lamenta. Antaño, «los de Corona iban a trabajar a la fábrica de bloques de Sant Antoni y con lo que ganaban se podían hacer una casa, las que ahora venden. Eso ya es imposible, no les llegaría el dinero».

Catalina Riera Bonet en primer plano en la iglesia de Santa Agnès.

Catalina Riera Bonet en primer plano en la iglesia de Santa Agnès. / J.M.L.R.

"Antes apenas había extranjeros. Ahora está lleno. La gente les ha vendido baratas sus casas»

De los 22 bancos de la iglesia de Santa Agnès, sólo se sienta alguien en siete. Únicamente asisten 14 feligreses a la misa de las 11, la única de la semana. Antes, hace muchos, muchos años, los allí presentes aseguran que había misa diaria. Suena a cuento chino a los mas jóvenes. Confesiones, antes y después de la misa. Hay que concertar cita para las visitas a enfermos, bien llamando al móvil del párroco, Jesús Quintero, o mandando un mensaje a su Whatsapp, aunque muchos, los mas ancianos, no sepan qué es eso, como Catalina Riera Bonet, de sa Plana, de 90 años. Sólo lleva, a aveces, un pequeño móvil colgado del cuello: «Por si me caigo en casa». Canta en el coro, compuesto por seis mujeres: «Es la que más canciones se sabe», dice de ella Carmen Ferrer. «90 años y qué fortaleza. Tiene más fiesta que una joven. Juega a las cartas con los vecinos en Cas Ferrer y allí se pide ‘lo de siempre’, que es un vermú ben gros», añade.

Antes, explican Carmen y otra vecina más joven, venía a Santa Agnès gente de toda la isla para jugar en el ‘casino’. Casino «camuflado, ilegal, claro». Estaba en Can Partit, a la salida del pueblo en dirección a Sant Mateu. Ahora es un alojamiento rural.

Catalina de sa Plana llega 15 minutos tarde a la misa. Su hija, que siempre la trae, ha tenido un pequeño percance con el coche: ha pinchado una rueda. La ha traído otro familiar en una furgoneta de reparto de Coca Cola: «Casi no pude subir a ella», detalla la mujer, que viene vestida de gala, con sus mejores pendientes y ropa, pues luego irá a la comida de la tercera edad: «Esa no me la pierdo nunca». Basta con ver los tocados de las mujeres mayores para saber que las peluquerías de Sant Antoni tuvieron mucho trabajo en días pasados.

Sin café, sin levadura

Sí, ahora va al bar, pero cuando se casó a los 25 años no había pisado aún ni uno: «Estaba mal visto que entrara una mujer. Por entonces tampoco había bebido aún café, sólo malta: «No nos lo podíamos permitir. Mis padres tenían una finca pequeña, además de trabajar el bosque para hacer carbón». Cultivaban trigo y cebada: «De pequeña, el pan que yo comía era de cebada, no de trigo. Y tenía tan poca levadura, o ninguna, pues era cara, que era liso, no se esponjaba». Como Antoni Costa, añora del pasado de Santa Agnès los almendros y los olivos, también en vías de extinción en su finca: «Ya no hay ni hierbas».

Y sí, le encanta jugar a las cartas, al ramiro y a la manilla, pero hace muecas de disgusto cuando se le menciona Can Partit, aquel ‘casino’ de Santa Agnès: «Bien que lo sé que existía. A mí marido le gustaba el monte. Ponía mucho dinero. A veces ganaba, muchas veces perdía». Su dinero y el que ella obtenía, pues tenían fondo común, «cosiendo para un catalán», un trabajo muy extendido en el medio rural ibicenco.

En este recorrido por la arqueología de la memoria, Catalina recuerda una pregunta que le suelen hacer últimamente: ¿cómo ha podido adaptarse a tanto cambio en todos estos años? «Mi respuesta es que no me ha quedado más remedio».

Suscríbete para seguir leyendo