Una nueva vida en Ibiza para las sillas de la abuela

Carlos Rodríguez Cardona se dedica, desde hace seis meses, a encordar y restaurar sillas payesas

Marta Torres Molina

Marta Torres Molina

«Maña y paciencia». No hay más trucos. «Maña y paciencia», repite Carlos Rodríguez Cardona sentado en una de sus sillas. Recién restaurada. Con la pintura aún brillante y el encordado impecable. Perfecto. Es inevitable pasar las manos por el asiento, reseguir con las yemas de los dedos las tiras, que juegan al escondite unas con otras.

Nueve sillas que Carlos, que nació en Eivissa, pero se marchó de niño a la Península, califica como su «muestrario». Hace apenas seis meses que comenzó a darle una nueva vida a sillas viejas. Abandonadas. Desahuciadas. Hace seis meses que, a raíz de encontrar un par de estos muebles tirados a la basura decidió rescatarlas, pero la idea de hacerlo viene de mucho más atrás. «Hace unos trece años», comenta Carlos sentado en una de sus sillas de muestra. La madera en brillante azul cerúleo y el asiento con la cuerda trenzada formando un damero.

Otra vida para las sillas de la abuela |

Rodríguez sujeta las tiras al marco antes de comenzar con la urdimbre. / Juan A. Riera

Las nueve que tiene expuestas, casi como en un tablao, a la sombra de un algarrobo, frente a la casa de Can Pere Curt, son todas diferentes. No las planifica. No tiene unos patrones diseñados. «Están aquí. Salen de aquí», comenta llevándose el dedo índice a la sien. Las hay con la cuerda lisa y trenzada. «Éstas tienen garantía de por vida», afirma golpeando el centro de una de las trenzadas. «En las otras, si se te rompe una cuerda, tienes que hacerla de nuevo. En éstas es muy difícil que eso pase. Son más fuertes. Más resistentes», asegura. Eso sí, llevan mucho más trabajo. Antes de ponerse a encordar dedica unas 16 horas a trenzar las cuerdas. Hace un «bolillo» con ellas, para que no se le enreden, y las sujeta para poder apretarlas bien.

Aunque hace años que pensaba en ello fue hace alrededor de medio año cuando decidió lanzarse y compartir su trabajo. Carlos no es muy de nuevas tecnologías, así que su pareja, la escritora y calígrafa Maria Vila, es, por así decirlo, su community manager. Se abrieron un perfil en instagram (@sillaspayesas) y desde entonces no han dejado de recibir visitas. También algún encargo. Y no pocas consultas. «Transformación de bestia a bella», comenta Carlos en una de sus publicaciones, en la que se ve el antes (vieja, mate y con alguna falta en el respaldo de madera) y el después (amarilla, brillante, con un encordado prieto y tricolor) de una silla. Trabajo, éste último, algo complicado para él, ya que es daltónico. Cuando trabaja con los tintes para darle color a la cuerda de pita que utiliza siempre le consulta a María si la tintura está quedando bien.

Reutilizar. Reciclar. No tirar las cosas. Huir el usar y tirar. Es la filosofía de vida de Carlos y María. «Comencé a ir al mercadillo de Sant Jordi cuando nadie iba, cuando todo era de segunda mano», explica el ibicenco, que recuerda cómo, cuando era pequeño, los cartones y los cascos de las botellas se recogían porque se pagaba por ellas. En Guadalajara, donde vivió más tarde, recuerda también recuperar cosas que la gente desechaba. Lo mismo que de joven, cuando él y unos compañeros se amueblaron un piso con elementos que encontraron en la basura. «Me veían por la calle vestido de marino y con un sofá o una televisión a cuestas», rememora, riendo. «La gente ya no arregla las cosas, las tira», lamenta antes de explicar que en casa tiene una chimenea que alguien había desechado porque se le habían roto los cristales. «Se los puse y es una chimenea fantástica», indica. Es, de hecho, la que se ve al fondo de uno de los vídeos que más éxito han tenido hasta el momento, mientras Carlos trabaja en un bonito diseño geométrico en negro y un naranja intenso.

Le gustan los colores. Cuando se puso en serio a dar una segunda vida a sillas viejas tuvo claro que de sus manos no saldrían únicamente modelos tradicionales. Quería dar rienda suelta a su imaginación. A pesar de eso, en su cómodo «muestrario» cuenta con varios ejemplares con el encordado en tono natural. «En color, además, no se ensucian tanto. Aunque éstas, sin tintar, las lavas con agua y lejía, las pones al sol y se vuelven a quedar blancas», detalla.

En una silla normal emplea un rollo y medio de cuerda de pita. Para uno de los encordados de trenza requiere, aproximadamente, dos. Animado al ver el resultado, Carlos confiesa que ahora piensa constantemente en otras utilidades de su habilidad. Tiene en mente encordar bancos y hasta alguna mesa. Sus próximos proyectos, sin embargo, son remozar tres sillas bien diferentes que tiene en casa: una más de madera, otra de metal, a la que tiene que quitar la malla que hace las veces de asiento, y una tercera que acaba de rescatar de la basura y que parece proceder de un castillo medieval, por la madera labrada y la piel remachada.

Cuando habla de las «sillas de la abuela» no lo dice por decir. Los encargos que le han llegado y buena parte de las consultas que le han hecho a través de instagram son de personas que, al ver su trabajo, se acordaron de viejos muebles que tienen en casa, arrumbados, y que en muchos casos «pertenecían a sus abuelas», según les explican. «Las abuelas...», reflexiona Carlos, perdiéndose por unos segundos en el recuerdo de la suya, Margalida, que tejía tapetes de ganchillo que vendía a los turistas y, sobre todo, de su bisabuela, Catalina, pescadera, que a principios del siglo XX montó su propio negocio como prestamista. «Las abuelas...», repite, cambiando de postura en una de sus sillas.

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