Memoria de la isla: Personajes de ayer y hoy

En la Ibiza preturística de los años 50, todos nos conocíamos, aunque fuera sólo de vista. No era raro coincidir dos o tres veces al día con una misma persona y hasta los establecimientos tenían un nombre propio y familiar, can Vadell, can Miquelitus, el bar Añón o Domingo, la sombrerería Bonet, ca n’Afro, l’estanc d’en Victorino, can Xinxó, can Ric, etc. En aquel pequeño mundo, algunos convecinos, fuese por su condición, talante o circunstancia, adquirían una especial relevancia

El femeter municipal conegut com Jorge Negrete.  | JOSEP Mª SUBIRÀ

El femeter municipal conegut com Jorge Negrete. | JOSEP Mª SUBIRÀ

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Una diferencia significativa entre la ciudad de ayer y la de hoy la tenemos en el paisaje urbano, pero también en su paisanaje. Si en nuestros días domina la uniformidad y un anonimato cada vez mayor, en los años 50 lo sabíamos casi todo de todos y había personas que por variopintos motivos se significaban. En Lo que Ibiza me inspiró, E. Fajarnés, en el capítulo que titula ‘La Gente’, dedica cien páginas a una atractiva galería de individuos que, entre los años 30 y 50 se salían del cuadro. Unos por ilustración, méritos o genialidad, otros por excentricidades, humoradas y chifladuras. Entre estos últimos, Fajarnés recuerda al impresor Mariano Tur y Tur, Garrapinya, al cura Bennasar Flor de Malva, al canónigo Juanito Serra el Merengue, al corcovado, masón y chistoso boticario Morales, al limpiabotas Juan Escadell Conejo, a José Domenech el Coixet, que vendía cacahuetes, al hiperbólico y quijotesco Mariano del Noi, y al mendigo Pep, al que atormentaba la chiquillería. Nosotros nacimos después y no llegamos a conocerlos, pero en los años que siguieron, entre los 50 y los 60, tuvimos también personajes entrañables que dieron la particular atmósfera que tenía aquella ciudad nuestra que era, todavía, más pequeña que grande.

En mis recuerdos desfilan, entre muchos otros, don Victorino, director de la Banda Municipal que nos alegró las matinales festivas en Vara de Rey; el metge Blaiet, entrañable galeno que me practicó una laica circuncisión para que no me tocara la pilila; es selleter de ca n’Afro, que fabricaba unos atalajes de artesanía; don Jerónimo Benimelis, profesor en el Santa María, que se sacaba su ojo de vidrio, lo limpiaba con un pañuelo, se lo volvía a colocar y, como si tal cosa, continuaba su clase; doña Catalina Pellicer, que nos impartía Ciencias Naturales, mujer de buen ver y carnes prietas que a los alumnos nos tenía encandilados; don Gabriel Sorá, que nos sacaba al Soto para, en un corrillo sobre las peñas, darnos su lección de Geografía; Paco es Lleig, hombrón de careto poco agraciado que por un tiempo confundí con el hombre del saco hasta que mi padre me llevó a su ferretería, Paco me regaló un pequeña jaula con un jilguero y nos hicimos amigos; luego supe que el pájaro era de los que criaba mi padre, que preparó el encuentro; el Padre Morey, cura al que quisimos y que por maledicencias desterró su Excelencia Reverendísima el señor Obispo; el Padre Alberto, párroco de Sant Elm que nos comió el coco en la Catequesis; el Padre José, orondo y dicharachero que en la Penya montó la de Dios es Cristo con los sin techo; el Padre Ramiro, mi confesor preferido porque era duro de oído; Joan d’Aifa, alfarero genial que para mí fue un púnico revivido; doña Regina, la circunspecta bibliotecaria que nos chistaba al menor siseo; Juanito del Bahía, más bien Juanón por su estatura, cocinero de honestos fogones; el Jefe de s’Arany, que nadaba en invierno y se zambullía como Tarzán en el río Congo; Bécares, el portero del cine Pereira que, después del NO-DO, dejaba que nos coláramos a la luneta; Ana von Ostenburg, dama de El Corsario que conocí encamada, rodeada de almohadones y muñecas, dolorida porque le habían robado en su restaurante el libro de firma, entre muchas otras la de Errol Flynn y Dalí; Elmyr de Hory, pintor habilidoso que se perdió en falsificaciones de Matisse, Cézanne, Degas, Léger y Renoir, y que finalmente acorralado se quitó la vida; Ernesto Ehrenfeld, marchante todoterreno que practicaba la bohemia; Smilja Mihailovitch, que se decía princesa y promocionó el blanco ibicenco en la moda Adlib; Jutta von Seht, visionaria que amaba las artesanías y en la plaça de Vila tuvo una tienda en la que tuvimos amenas tertulias.

Robinsonianos lejos de Vila

Fora Vila también recuerdo es iai Martí, sanador en Labritja; y es iai Marçà, payés que habitó una cueva en es Canaret; y un tal Jean, que se refugió en la Torre de ses Portes; y Gabrielet, genial ceramista que buscó en la Mola refugio y paz; y en Miquel de Cala Salada, que también se retiró en un chamizo junto al mar; y la extranjera que alquiló la Torre des Savinar, pintora que vestía como un hombre y que, según decían, llevaba siempre una pistola... Todos ellos, por la razón que fuera, decidieron vivir el robinsoniano sueño de Defoe.

«’Ensaïmades, cucarrois i cooqueees’!»

Recuerdo también tiernos personajes de calle como don Juan, ido como Alonso Quijano por sus lecturas, cojitranco y tenorio que filosofaba y memorizaba en la Biblioteca los 122 tomos de la enciclopedia Espasa; Tiparreta, mozo que con un triciclo repartía dulces de Can Vadell al grito de «ensaïmades, cucarrois i cooqueees!»; el pregonero, que en las esquinas soltaba su clarinetazo y nos daba avisos de bodas y funerales; na Maria dels gats, a la que los morrongos seguían por las tripas y raspas que recogía en la Peixatería; na Maria dels cans, mujeruca siempre empingorotada y de genio vivo que vivía de lo que le daban y del algún conejo que, de uvas a peras, sus podencos cazaban; Toni, al que no sé porqué llamaban loco des terrat, alma de Dios y campanero en Sant Elm que pintaba ingenuos cuadros naif. Recuerdo también a un hombre bajito y diligente que con un borriquillo recogía las basuras en las empinadas y angostas calles de Dalt Vila y sa Penya, al que llamábamos Jorge Negrete porque, cuando iba ya de retiro por las calles sin cuestas de la Marina, cabalgaba su asnillo con un trotecillo alegre que era de ver. Y luego estaban los vendedores de chucherías con sus carritos, es Coix Pujol, es iai Martí y la guapísima nieta de na María del Bisbe, na Tina, que se casó con un príncipe o marqués, como en los cuentos.

Suscríbete para seguir leyendo