Juan Manuel de Prada, a la sombra de Umbral y Cela

«A veces –no lo negaré- me oprime la nostalgia cuando recuerdo al chico de provincias que viajaba por primera vez a Madrid y murmuraba para sí: ‘Algún día inundaré esta ciudad de papeles, algún día estas personas que se cruzan conmigo en la calle sabrán de mí y leerán mis libros», Juan Manuel de Prada, en ‘Penúltimas resistencias’.

Juan Manuel de Prada.

Juan Manuel de Prada. / José Luis Fernández

Desde niño quiso ser escritor y lo es. Un kamikaze de las letras. Nos ha inundado, como prometía, de papeles, palabras y dilatadas parrafadas, en una obra que es ya considerable, -en ocasiones, un libro por año sin bajar el listón-, además de estar presente en los medios como articulista, crítico literario, tertuliano y presentador de TV. Un trabajo esforzado y concienzudo que le ha merecido premios como el del Ojo Crítico de Narrativa, el Planeta, el Nacional de narrativa, el Bretón de los Herreros, el Mariano de Cava, el González Ruano, el Premio Biblioteca Breve y algunos otros. Aún así, sigue siendo un escritor más conocido en los corrillos literarios y entre letraheridos incondicionales que por las miles de personas que, como dice, se cruzan con él en la calle. De Prada no es un escritor popular. Y no creo que quiera serlo cuando lo popular es lo comercial y prima entre los lectores el mero entretenimiento. 

Para mí, aunque no soy crítico literario, sólo un lector que opina, Prada es un escritor más que notable. Diría que sobresaliente. Y poco importa que me incomoden algunas de sus opiniones y su talante un tanto sobrado en ocasiones, algo que también me sucede con Umbral y Cela, a los que, sin embargo, tengo por autores de cabecera. Es sintomático que, como ellos, de Prada haya cosechado entre los plumíferos ibéricos pocos amigos y bastantes enemigos. Yo creo que por envidia. Él dice que a estas alturas ha hecho callo, que tiene más conchas que un galápago y que las críticas no le afectan. Pero sí le afectan. Lo vemos en sus comentarios de autodefensa y en lo que nos dice, con justificado resentimiento, de algunos plumíferos de tres al cuarto: «Los ambientes literarios son por esencia caníbales, demasiado erizados de puñales y sembrados de zancadillas (…) La generosidad es un espejismo en la república de las letras, y la amistad un vago circunloquio de la traición. El mundo literario es un ecosistema regido por los mecanismos de la depredación. O te conviertes en un depredador más o te encierras en tu cocha». Y eso último es lo que él ha hecho, ir a lo suyo y dejar que, hasta quedarse afónicos, los demás griten.  

Me atrevo a decir que pocos escritores tenemos en nuestro país -tal vez no haya ninguno- que consiga la calidad de su prosa. Aunque a renglón seguido tenga que añadir, para decirlo todo, que la crítica que se le hace no siempre marra al calificarle de incontinente, enfático, redundante, esdrújulo, barroco, un tanto albigense y moralista en su concepción del Bien y el Mal, de prosa afectada, excesiva brillantez adjetival, sintaxis larga y frases alambicadas, de rebuscado vocabulario y uso excesivo del ablativo absoluto y de figuras literarias, metáforas, tropos, anáforas, hipérboles, epítetos, paronimias, reiteraciones, retruécanos y cultismos, toda una preciosa jerga estilística para la que tiene debilidad y extraordinaria facilidad, pero que le restan naturalidad. Diríamos que, en ocasiones, de Prada se pierde en la caligrafía, como también le sucedía a Umbral. No tanto a Cela, que tira más al esperpento, al tremendismo y al duro taco. Pero dicho esto, a Juan Manuel de Prada no se le puede negar esplendor verbal, un prodigioso dominio del lenguaje, un particular sentido del humor que al lector en ocasiones se le escapa, una manifiesta devoción sensorial que se agradece, una extraordinaria lucidez, un decir incisivo que casi muerde y un cierto pesimismo que se descuelga jeremíaco –como si estuviera de vuelta de casi todo- contra un mundo que descarrila desnortado y sin freno. 

Ni comercial ni complaciente

Cuando a finales de los 90 leí ‘Coños’, texto que seguía la senda de Gómez de la Serna en ‘Senos’, y devoré poco después ‘Las máscaras del héroe’, supe que ya no perdería de vista a Juan Manuel de Prada. Me sorprendió y entusiasmó. Recuerdo que en aquel momento tuvo un éxito que desconcertó a los críticos y a no pocos escritores que tomaron partido, no siempre a su favor, porque de Prada sólo tenía 25 años y prometía una carrera literaria fulgurante. En la llamada Generación de los 90, Juan Manuel de Prada se salía de madre, rompía costuras. Luego, sin embargo, aunque no bajó en nada su calidad en las obras que prolíficamente fue publicando, y a pesar de la circunstancial popularidad que le dio el Premio Planeta con ‘La tempestad’, su fama se fue diluyendo y, para el gran público fue quedando en la sombra. Y así sigue, algo que también él reconoce. ¿Por qué? Pues posiblemente por lo que ya dijimos, porque no es un escritor comercial ni complaciente. De Prada va a lo suyo, escribe primero para sí mismo, de lo que quiere y como quiere, sin hacer concesiones al lector.

De ahí que después de escribir ‘Las esquinas del aire’, un trabajo monumental que es novela, ensayo, confesión autobiográfica y reportaje sobre Ana María Martínez Sagi, una mujer única que tuvo una fama efímera, cayó en el olvido y a quien nadie conoce hoy, obsesionado con el personaje, de Prada lo convierte en su tesis doctoral que luego publica, -no sé si se puede decir novelada-, en las 1700 páginas de ‘El derecho a soñar’. Y no es que la obra se quede en la protagonista de un titánico relato, porque también contiene un deslumbrante mapa del convulso siglo XX que la hace doblemente interesante. Pero ¿interesante para quién? A nadie se le escapa que no es, no puede ser, una obra a la que el gran público pueda o quiera hincarle el diente. Por eso he dicho que de Prada escribe lo que quiere escribir –como deber ser-, y quien no esté interesado en ello, lo tiene fácil, que no le lea. Pero mi consejo es que le lean. Si prescinden en él de lo que no sea su escritura, Juan Manuel de Prada es un autor impar que tiene una pluma que, por buena, diría demoniaca. Un adjetivo que, posiblemente, a él, no le hace ninguna gracia. Pero es que hablar de escritura divina me parece manifiestamente exagerado.