La Biblia como obra literaria: controvertida y desconcertante

La Biblia es el único libro declarado ‘Patrimonio de la Humanidad’, del que se han vendido en el mundo más de 4.000 millones de copias, cifra que ni de lejos alcanza ninguna otra publicación. Dejando de lado su supuesta inspiración divina y su contenido religioso, aquí nos interesa únicamente, en fondo y forma, como obra literaria. Debo advertir, sin embargo, que por mi experiencia vital y lectora puedo no ser objetivo

Detalle de la Biblia mozárabe  del Siglo X conservada en el  Museo de la Catedral de León.

Detalle de la Biblia mozárabe del Siglo X conservada en el Museo de la Catedral de León. / DI

Cuando en la Pontificia Universidad de Salamanca y en la Facultad de Teología me topé con la Biblia me llevé un chasco. A pesar del sesudo magisterio que nos orientaba en su estudio y lectura, -y tal vez por él-, la Biblia, paradójicamente, me convirtió en el agnóstico descreído que soy. Hoy me sigue pareciendo el libro más complejo, desconcertante y controvertido que conozco. Un auténtico galimatías de tradiciones orales diversas -yahvista, elohísta y sacerdotal-, transcritas en hebreo, arameo y griego por autores anónimos en frágiles tablas de arcilla, papiros y pergaminos que no se conservan. Todo lo que tenemos son fragmentos manuscritos que son sólo copias, traducciones que abundan en contradicciones, correcciones, añadidos y manipulaciones, que la Iglesia trató de atajar fijando los textos que consideraba canónicos, es decir, más fiables. 

Desde el punto de vista argumental, cabe reconocerlo, no existe obra más ambiciosa. La Biblia viene a ser la gran novela de la Humanidad, la más grande epopeya jamás contada que nos hace viajar desde la creación del Universo y de sus criaturas a un apoteósico y apocalíptico final. La Biblia quiere explicarnos de dónde venimos y a dónde vamos, el problema es que lo hace con relatos inverosímiles, preciosos cuentos orientales que nos dejan en la más absoluta oscuridad. 

El Antiguo Testamento, la Torá judía, es una colección de relatos fantásticos y disparatados como la creación en 7 días con el preceptivo descanso dominical –se inventa la semana laboral-, un primer hombre hecho de barro y la mujer de su costilla, un Edén con demonio convertido en parlanchina y tentadora sierpe, la prohibición de comer la fruta del conocimiento –por lo visto el buen Dios nos quería tontos-, y la incomprensible maldición divina, por desobedecer, del trabajo, el parir con dolor, la muerte y toda una progenie contaminada con el pecado original por el sólo hecho de nacer; sigue el asesinato de Abel por su hermano Caín que comete incesto con Eva, su madre, única mujer en el escenario, y toda una relatoría alucinada de patriarcas como Matusalén que vive 969 años. 

Tenemos luego el Diluvio de un Yavhé cabreado que destruye a todas sus criaturas, con la sola excepción del borrachín de Noé y su sorprendente circo de animales. Seguimos leyendo y nos topamos con otro disgusto del buen Dios que en Babel nos confunde las lenguas; y con la pesada broma que le gasta a Abraham, exigiéndole que degüelle a su hijo; o episodios tan poco edificantes como el del mismo patriarca que cede su esposa al faraón a cambio de vacas, ovejas, asnos y siervos. 

Sorprende luego el escabroso y sicalíptico relato de Sodoma y Gomorra, las plagas de Egipto, el mar Rojo que se abre por arte de birlibirloque, un escuálido David que descalabra de un cantazo a Goliat, la historia de Sansón, el sol que detiene su curso a la voz de Josué… Ya sabemos que los relatos del Pentateuco no pueden leerse al pie de la letra y que lo que interesa es su mensaje, la historia de un pueblo que se desmanda y que Yavhè pone en cintura, pero tanto da si lo que nos importa es su extraordinario valor narrativo, su poderosa literatura. 

El nuevo testamento

El Nuevo Testamento es otra cosa. Quiere ser una narración histórica y tiene enseñanzas maravillosas, pero el contenido no nos descoloca menos que texto vetero-testamentario. El Hijo de Dios –sorprende que Dios tenga un hijo- baja a la Tierra como hacían los dioses de los mitos griegos con el objetivo de saldar con un drama subido de tono –su crucifixión- aquella desobediencia de morder la manzana en Edén; nace de una virgen, se convierte en un personaje incómodo y milagrero -los cojos andan, los ciegos ven y los muertos vuelven a la vida-, que da miedo a las fuerzas vivas y provocan su muerte. Sin mayores consecuencias, porque como estaba previsto –nos visitó con seguro de vida-, resucita y asciende a los cielos en una apoteosis que deja en ridículo a Spielberg. 

En cualquier caso, lo que aquí subrayamos de la Biblia, ya digo, es su extraordinaria literatura, un prodigio de creatividad, buen decir y color, que luego hemos visto imitar en obras como ‘Los alimentos terrestres’ de Gide o en ‘Así hablaba Zaratustra’ de Nietzsche.  

En la Biblia tenemos, por otra parte, todos los géneros imaginables, textos narrativos, dramáticos, epistolares, legislativos, sapienciales, líricos y proféticos; relatos en los que se suceden mitos, sagas, leyendas, fábulas, epopeyas, profecías, visones cánticos y oraciones. Pocos textos son más poéticos y atrevidos que el Cantar de los Cantares. Y pocos más dramáticos que el libro de Job, inocente al que Dios, sólo para probarle, somete a todas las desgracias imaginables. Como incomparables son los desahogos existenciales de Cohélet en el Eclesiastés: «Todo tiene su tiempo bajo el sol, un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo de guerra y un tiempo de paz, un tiempo para reír y un tiempo para llorar (…) No hay nada nuevo bajo el sol». 

Tenemos, incluso, una historia de espías en el Libro de Judit. Y auténtica ciencia-ficción en el críptico y alucinado Apocalipsis que nos escribe, desterrado en Patmos, un visionario San Juan. Algunos Santos Padres pensaron que el apóstol andaba majara en su retiro, tal vez por consumir hierbas extrañas, y quisieron quemar sus papeles. ¿Qué otra cosa podían pensar de aquel festival de trompetas llamando al Juicio Final, despertando a los muertos entre fuegos fatuos, monstruos y los fantasmales jinetes de la Guerra, el Hambre, la Peste y la Muerte, que anuncian el definitivo Armagedón. 

Hoy después de Hiroshima y de ver por la TV los bombardeos de Bagdad y Gaza, el Apocalipsis no consigue asustar a nadie. Y los dragones de fuego son hoy logotipos en algunas marcas de cereales y mascotas de goma con las que juegan los niños.

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