Del Quijote, que casi nadie lee

Mi primer encuentro con el Quijote fue un escatológico encontronazo. A los 8 años viaje con mis padres desde Ibiza a la casa alcarreña de Illana en la que había nacido. Me sorprendió que no tuviera comuna. El retrete estaba en el corral y era una caseta que tenía por detrás, a ras de suelo, una abertura por la que se colaban las gallinas a picotear las evacuaciones. Sus apariciones me aterraban por miedo a que en un viaje me alcanzaran las nalgas. Lo más sorprendente de aquel excusado es que nos limpiábamos el tafanario con las páginas de un enorme Quijote, de papel áspero y recio, que tenía unas bonitas estampas –eso lo he sabido después- de Gustavo Doré

Una edición del Quijote

Una edición del Quijote / Efe

Me pregunto quién lee hoy la ‘Odisea’, ‘El Fedón’, ‘La Divina Comedia’ o ‘El Quijote’. Diría que pocos. Leemos mayoritariamente el libro que nos entretiene o la novedad de turno de la que, pasados dos días, nadie se acuerda. Pensamos que todo clásico es plúmbeo y que algo tiene de ‘masoca’ quien recala en Homero o Platón. Lo que digo viene a cuento porque este verano he tenido la humorada de recuperar la peripecia del hidalgo manchego que devoraba libros de caballerías, -best sellers entonces-, dando en Quijote y quijotadas que, cosa curiosa, tienen un revés de sabias lecciones. El caso del Quijote sorprende. Es el libro que, después de la Biblia, suma más ediciones y traducciones, pero es una rareza en ‘los medios’, los libreros dicen que no se vende y acumula polvo en las bibliotecas. Tal vez nos pesan las diferencias que nos separan de su contexto y lenguaje, y posiblemente su lectura exija guía. Mi primera lectura del Quijote en el instituto fue un fracaso. Debíamos analizar gramaticalmente enormes parrafadas con oraciones subordinadas que se multiplicaban en intrincados laberintos. La segunda lectura, ya mayor y con más información, fue diferente. 

Escrito hace más de 400 años, al leer el Quijote conviene saber algo de los siglos XVI y XVII. En aquellos días, cantares de gesta como el de Roldán o el Cid y libros de caballerías como el Amadis de Gaula y Curial y Güelfa, así como las fabulas de Chrétien de Troyes y colegas afines dieron fama a personajes como Lancelot, Perceval Arturo, Ginebra o Tristán y leyendas como las del Santo Graal que entusiasmaban incluso a espíritus selectos como Carlos I, San Ignacio de Loyola y Santa Teresa de Jesús. Y los españoles que conquistan el Nuevo Mundo bautizan tierras como California y Patagonia con nombres de fingidos países que habían leído en libros de caballerías. Cabe decir, sin embargo, que no eran libros que gustasen a todos. Cervantes, entre algunos otros, -Juan Luís Vives, fray Antonio de Guevara, Juan de Valdés, Luís de Alarcón, Diego Gracián , etc- andaban cabreados con aquellos libros que consideraban bazofia por su mala escritura y sus aventuras inverosímiles, caballeros en lucha contra dragones, furias infernales y toda suerte de poderes maléficos y mágicos, todo ello en un mundo fantástico de enanos, gigantes, sierpes, castillos que se desvanecían y barcos que navegaban sin tripulación… 

Los cervantistas han insistido mucho, demasiado, -a partir de una frase- en que el principal objetivo de Cervantes en el Quijote fue ridiculizar aquellos libros infectos: «Mi deseo es poner en aborrecimiento de los hombres las disparatadas historias de los libros de caballerías que han de caer del todo con don Quijote». Y los ridiculiza, en efecto. Lo hace desde sus primeras frases con la ‘triste figura’ del personaje, magro de carnes y loco de atar sobre el escuálido Rocinante. Y es también cierto que aquella crítica consigue algún resultado. Los censores exigen que los libros de caballerías se prohíban y los procuradores de las Cortes de Valladolid elevan en 1555 una taxativa petición: «Suplicamos a V. M. mande que ningún libro déstos se lea ni imprima so penas graves; y los que agora hay los mande recoger y quemar». 

Crítica feroz de la sociedad

Pero no nos equivoquemos. Si esto fuera todo lo que ofrece el Quijote, -una crítica a los libros de caballerías-, no sería el prodigio que es. Para mí tengo, en contra de algunos sesudos cervantistas, que criticar aquella mala literatura fue un mero pretexto. Cervantes no aclara su verdadero objetivo, más ambicioso, porque hubiera acabado en mazmorras. Lo que en verdad hace es una crítica feroz de la sociedad decadente que le toca vivir. Y lo hace, a pesar de su escepticismo y desengaño, con la fuerza del humor y la parodia, la mordacidad, la sátira y la ironía. Denuncia el fanatismo, la injusticia y los despropósitos de una España decadente, los nefastos mecanismos de un Estado descompuesto, contraponiendo a todo ello la honradez, la virtud, el trabajo, la amistad, la bondad, la solidaridad, la justicia, la humanidad, la compasión, la tolerancia, el buen gobierno, la inclinación al bien y la trascendencia del ser humano. Cervantes, por boca de un loco, puede decir lo que le viene en gana, esquiva la censura inquisitorial y convierte el Quijote en un libro subversivo y revolucionario. Es fácil verlo en las entretelas y el envés de sus aventuras que nos introducen en un mundo en el que vamos de la sorpresa al asombro y, por supuesto, también a la reflexión. 

El Quijote es, sobre todo, un canto a la libertad. Don Alonso y Sancho, ociosos y aburridos en su vida rutinaria, quieren vivir a su aire, desfacer entuertos y descubrir una Arcadia feliz y justa. La brega con malandrines, falsos caballeros y molinos que son gigantes, es una denuncia, la crítica de un mundo en descomposición: “El hambre que sube de Andalucía se junta con la peste que baja de Castilla. Y define a los españoles en «los de tener y los de no tener». Los mismos de hoy. 

Cervantes censura desde la sabia locura de su protagonista una sociedad jerarquizada, rígida, injusta y podrida, el poder político de la iglesia y el gobierno nefasto de Felipe II a través de su venal valido el conde de Lerma, un personaje al que Cervantes no tolera. Y es consciente, como nadie, de que el Imperio se viene abajo. ‘El Quijote’, en resumidas cuentas, nos dice que es necesario soñar, y mantener las ilusiones, que no hay que dejarse vencer por la adversidad, que las cosas no son lo que parecen, que no conviene confundir la ficción con la realidad, que es determinante entender el punto de vista de los otros y que pocos valores son tan importantes como la amistad. Leemos a Cervantes y llegamos al convencimiento de que todos llevamos dentro de nosotros un ‘quijote’ y un ‘sancho’ que para sobrevivir van alternando realidad y sueños. Intemporal y universal, el desquiciado Quijote es, paradójicamente,  un monumento a la cordura y al sentido común.