Ética y estética de Frankenstein

Sorprende que el monstruo nos ayuda más que su creador a conocernos a nosotros mismos

Boris Karloff en el papel de 'Frankenstein', en la película de 1931

Boris Karloff en el papel de 'Frankenstein', en la película de 1931 / DI

Cuando con 13 años leí ‘Frankenstein. El moderno Prometeo’, la novela de Mary W. Shelley, sucedió algo extraño, simpaticé con el monstruo, y me pareció odioso, loco y engreído su creador, Víctor Frankenstein. Entonces no entendí de qué iba la cosa. Me pareció un cuento de miedo, no más terrorífico que ‘El hombre lobo’, ‘Drácula’ o ‘El fantasma de Canterville’. Hoy, cuando tengo noticias de su autora y del recorrido que ha tenido la novela en los últimos doscientos años, traducida a casi todas las lenguas y llevada al cine muchísimas veces, sé que el relato tiene una poderosa trastienda que poco a poco vamos conociendo y justifica su anclaje en nuestro imaginario. 

1816. Últimos días de un junio frío y lluvioso. En Villa Diodati, Cologny (Suiza), cerca del lago de Ginebra, cinco amigos pasan unos días de vacaciones, Lord Byron, su amante Clara Clairmont, Mary W. Godwin, el poeta Percy B. Shelley y el pintoresco John W. Polidori, médico de Byron. Atardece. Aburridos, recluidos en la casa por el mal tiempo, Byron propone un juego, cada uno creará un cuento de terror. De todos ellos, Mary con solo 18 años, se lleva el gato al agua con el fascinante relato que conocemos y que resumo. Víctor Frankenstein es un estudiante aventajado, fascinado por la filosofía materialista y los progresos de la ciencia. Interesado por la fisiología, la química, la filosofía natural y el galvanismo, -propiedad de la electricidad para provocar contracciones en los nervios y músculos de organismos vivos o muertos-, cree descubrir en ello el principio de la vida y crea una singular criatura, a tal punto famosa que dejará en la sombra a la autora del relato y se apropiará del nombre de su creador, Frankenstein, que es como llamamos al monstruo que, por cierto, en el cuento no tiene nombre. Se trata de una criatura originariamente buena e inteligente, pero que por su terrible apariencia y por el rechazo que sufre, se convierte en un ser vengativo y en una amenaza. Un argumento en apariencia sencillo, como el de tantos cuentos, pero que se pregunta por la condición humana, provoca multitud de interpretaciones que están lejos de tocar fondo y nos lleva a una pregunta: ¿Qué tiene el relato que Mary Shelley escribe a los 18 años para que sea más popular que la extraordinaria obra poética de Byron y Shelley? 

Lo primero que cabe decir es que ‘Frankenstein’ no inaugura la ciencia-ficción, como se ha dicho. La tenemos, mucho antes, en la mitología griega y en los textos proféticos, terroríficos y alucinados del ‘Apocalipsis’. Y los críticos marran también al afirmar, como hace G. Levine en ‘The endurance of Frankenstein’, que el relato, laico y secular, se inscribe en un mundo sin Dios y sin religión que respetar o transgredir. Y no es así. Su subtítulo, ‘El moderno Prometeo’, nos da una pista significativa. Prometeo es el Titán que roba y entrega a los hombres el fuego que Zeus les ha negado. Este reto a la divinidad que da poder al hombre es el que busca Víctor Frankenstein en un intento que sobrepasa los abismos permitidos y los límites de la ciencia. Víctor Frankestein deja claro su objetivo: «Quiero animar el barro inerte». Quiere dar vida a la materia inanimada y se ve como un dios, padre de una nueva raza que le estará agradecida. Se ve creador frente al Creador y la nueva criatura será su Adán. 

Pero de la misma manera que Eva alivia la soledad de Adán, -no es bueno que el hombre esté solo, reconoce Yavhé-, también el monstruo, sintiéndose sólo, le pide a su creador que le dé una compañera. Y si en el mito bíblico Eva provoca el desastre, también la mujer es el motivo de que en el relato todo se tuerza. Cuando Víctor, arrepentido del engendro que ha creado, se niega a darle una compañera porque no quiere crear una raza monstruosa, su criatura se ve abandonada y su decepción aumenta cuando ve reflejado su horrible rostro en un estanque, motivo de que todos le rechacen. Es entonces cuando, viéndose condenado a la soledad, se rebela y siente sed de venganza: «Oh, Frankenstein, yo no pedí existir. Debía ser vuestro Adán y soy un ángel caído a quien negáis toda dicha. Veo en los demás una felicidad de la que soy excluido. Yo era bueno, pero el sufrimiento me envilece. Soy malvado porque soy infeliz». De la misma manera que Yavhé, defraudado por sus criaturas, las expulsa del Edén y las abandona a su suerte, también Víctor Frankenstein reniega de su criatura y la abandona. Y las correspondencias bíblicas no acaban aquí. Adán y Eva tienen prohibido comer del árbol de la ciencia, del conocimiento que sólo Yavhé puede tener. Es un límite que Víctor Frankenstein no ha respetado. En su mente resonaba el «seréis como dioses’»de la serpiente y la tentación de conseguir el supremo conocimiento, el secreto de la vida. 

Novela 'filosofante'

Novela ‘filosofante’, como la califica Thomas Bernhard, el relato plantea problemas como el origen de la vida, el alcance del conocimiento, la responsabilidad moral, la identidad, la sociabilidad, los límites de la libertad y la ciencia, etc. Me viene a la mente la frase de Goya, «el sueño de la razón produce monstruos». Frankenstein sobrepasa el relato romántico y gótico. Plantea los problemas de la modernidad y está ya en la ‘Edad de la Razón’. Víctor Frankenstein personaliza el lema kantiano ‘atrévete a saber’ y sufre sus consecuencias. 

Como Rousseau hace con sus hijos que recién nacidos abandona en el asilo de los Enfants-Trouvés, Víctor abandona a su criatura por una desilusión. Es su mayor fracaso. Criterios estéticos presos de la oscuridad de las ‘representaciones’ determinan la aberrante actitud que tiene con su criatura. Todo ello y mucho más que se podría decir y aquí no cabe, explica la potencia del mito. Lo que en realidad tenemos en ‘Frankenstein’ es una reflexión sobre las relaciones entre la ética y la estética, entre la verdad y la realidad, entre el ser y sus representaciones. 

Sorprende que, al acabar la lectura de la novela, uno concluya que, paradójicamente, el monstruo nos ayuda más que su creador a conocernos a nosotros mismos. En todo ello reside la capacidad que tiene el relato de, ya en el siglo XXI, seguir inquietando al lector.

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