María Zambrano, desde lo oscuro a la luz

desde lo oscuro a la luz

desde lo oscuro a la luz / Por Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

«Estoy tratando de conducir lo divino que hay en mí a lo divino que hay en el Universo». Frase de Plotino al morir, que recoge Porfirio.

Escribir sobre María Zambrano, en mi caso, es una temeridad. Por varios motivos. De sus 300 títulos, conozco sólo tres, ‘El hombre y lo divino’, ‘Claros del bosque’ y ‘De la Aurora’. Puedo marrar, porque sus textos dicen mucho más de lo que literalmente leemos en ellos y, en segundo lugar, porque su obra ya ha sido objeto de sesudos estudios, tesis doctorales y comentarios extensos y afinados de poetas y ensayistas de reconocido prestigio, algunos muy queridos y próximos a nosotros que tuvieron el privilegio de su amistad. Es el caso de Antonio Colinas en ‘Sobre María Zambrano. Misterios encendidos’. (Ed. Siruela, 2019) y Antoni Marí Muñoz en ‘Siete aproximaciones a María Zambrano’ (S.D. Ediciones, 2016). Estas notas, por tanto, no añaden nada nuevo y aprovechan lo que ya se ha dicho. Sólo buscan, con las claves de lectura que sus estudiosos nos dan, acercar su luminosa obra a quien no la conoce, siendo que, como comenta Colinas, «hay pocos autores tan singulares y profundos como ella en las letras españolas y europeas del siglo XX».

Lo primero que cabe decir es que para Zambrano el conocimiento más hondo y de más alcance no está en la filosofía sistemática, está en el pensamiento libre y heterodoxo de autores – la cosa viene de muy atrás- como los presocráticos, órficos y pitagóricos, Platón y Plotino, San Agustín, el gnosticismo, Miguel de Molinos, místicos y poetas como San Juan de la Cruz y, más próximos a nosotros, Hölderlin y Leopardi. Es significativa la frase que de ella nos deja Emil Cioran: «María Zambrano no vende su alma a la Idea y sitúa la experiencia de lo mistérico por encima de la reflexión. Supera la filosofía». Para Zambrano es un error quedarse en el encorsetamiento del concepto que enjaula la cosa. Para Zambrano, cuando la razón toca techo, entra en juego la poesía como vía de conocimiento. Y quien dice poesía, dice intuición y vivencia. De aquí que en la indagación que hace Zambrano sea fundamental recuperar en la palabra su poder primigenio, germinal, sacro y revelador, el poder primordial del verbo que alumbra la realidad, que da ser y sentido a lo que nombra.

Metáforas y símbolos

En este inclusivo y radical uso del lenguaje, en Zambrano es imprescindible la metáfora que, a través de analogías y semejanzas, facilita la traslación de significados y permite ir de lo conocido a lo desconocido. Y también los símbolos, imprescindibles para asomarnos a la cara oculta de la realidad y traspasar sus apariencias. Símbolos que pueden ser el mar, el bosque, la montaña, la noche, la aurora, el sueño, el silencio, la soledad, la música, el tiempo, la isla y, sobre todo, la luz, especialmenente reveladora para superar los límites de la razón y expresar lo indecible, lo inefable, lo que es difícil codificar en palabras. Me viene a la mente Pascal cuando dice que «el corazón tiene razones que la razón no entiende». Y San Juan de la Cruz, cuando nos habla de la visión interior, de ‘los ojos de alma’. Tal vez, estas formas del lenguaje, símbolos y metáforas, no desvelen del todo el misterio de la realidad, pero nos permiten entreverla en una eficaz aproximación y dar un salto cualitativo en nuestra percepción.

Lo que mueve a María Zambrano, felizmente terca, es la búsqueda de sentido, el hambre de trascendencia a través de la razón poética, vía indagatoria en la que el pensamiento se enriquece con la vivencia, la experiencia, la intuición, la contemplación y la memoria. Una razón poética que, por cierto, no está lejos de la inteligencia sentiente de Xavier Zubiri, maestro de Zambrano, cuando nos dice que «entre el puro sentir y la razón existe una esencial irreductibilidad». Lo que Zambrano busca es un conocimiento alternativo que supere los límites de la razón discursiva y por otras vías nos ayude a des-velar los secretos de una realidad compleja, la de nuestro ser-en-el-mundo y la del mundo mismo, una realidad de la que sólo percibimos apariencias, las ‘sombras’ de la caverna platónica. Lo sorprendente es que esa misma realidad que somos y en la que vivimos guarda el secreto que queremos des-cubrir.

«El hombre –dice Zambrano- o bien difiere de su propio ser, o bien hay algo en él que le exige ir más allá y trascenderse». (‘El sueño creador’, Turner. Madrid 2089, pg, 26). Nada nuevo, por otra parte. Hace más de 2.000 años, lo decía Tales de Mileto: «Todo es animado, todo está lleno de dioses». Es como decir que la realidad es sagrada, que todo trasciende. También Agustín de Hipona estaba en ello: «Vuélvete a ti. Trasciéndete a ti mismo, ve más allá, donde se ilumina la razón (...) El univrso y la tierra hablan. ¿Necesitas voces más claras?». Digámoslo sin rodeos, estamos hablando de la deidad en el ser mismo del hombre y en el seno de la realidad: «Inútil decirte que sin lo divino para mí no hay hombre», dice Zambrano en una carta a Agustín Andreu (1975). Y lo dice también Zubiri en ‘Naturaleza, historia y Dios’ (1944), cuando habla de la constitutiva religación del ser humano, -pues su existir es existir-con-, lo que hace de él, lo sepa o no, lo acepte o no, un ser naturalmente religado, religioso, remisivo, ontológicamente remitido a la deidad. Y si hago memoria, el mensaje de Zambrano tampoco difiere de lo que, en el Segundo Curso de la Cátedra Pablo VI, en Salamanca, los inolvidables ponentes que tuve de maestros, Luis Granjel, Carlos París, Miguel Cruz Hernández y Marcelino Legido, nos hablaban de la estructura remisiva de la realidad, el mismo supuesto reflexivo de Zambrano cuando nos dice que «lo divino forma parte de la intimidad humana». De nuevo, San Agustín y Zubiri.

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