Ser amable es gratis

Mercè Marrero Fuster

Mercè Marrero Fuster

La última vez que estuve en un juzgado escuché a un funcionario de las oficinas susurrar: «Señor, dame paciencia». Creo que su intención era lanzar un lamento para sí mismo y que nadie lo oyera, pero fracasó. Yo, que estaba a un par de metros de distancia, lo oí alto y claro. Y el hombre contra quien iban sus sufrimientos, también. El pobre señor se giró hacia mí y, con una mueca de total desesperación, articuló un silencioso: «No entiendo nada de lo que me dice». Y ahí surgió la complicidad entre dos ciudadanos ignorantes y, ¿por qué no decirlo?, un poco desamparados. El empleado público reclamaba esa paciencia al Todopoderoso porque el hombre no comprendía la jerga jurídica o por qué estaba obligado a pagar las costas. Estuve a punto de reprenderle y recordarle que nadie nace enseñado y que él decidió desarrollarse profesionalmente como servidor público, pero me amilané porque yo era la siguiente en subir al cadalso y no quería irritarle. Siempre he sido un poco cobarde.

Ser amable o ser borde es una cuestión de elección. Requiere de la misma energía y del mismo esfuerzo, pero el impacto en los demás es poderoso. Para bien o para mal. Personalmente, me basta con que me cedan el paso en un cruce para ponerme de buen humor todo el día. Me conformo con muy poco.

Escuché a una profesora de 2º de la ESO compartir su experiencia con un alumno con TEA. Contaba cómo está trabajando con la clase en el argumento de un libro y cómo le sugirió al chico que ilustrara la historia. Él, que ha sufrido el aislamiento que provoca el ser diferente, le respondió que no creía que aceptara sus dibujos «extraños y oscuros», pero ella le animó a continuar. El resultado es que la madre del chaval ha solicitado una tutoría para agradecer a la docente la motivación y la amabilidad, porque su hijo está «irreconocible». Lo fácil es apartar, pero los resultados son mejores si aportamos. La amabilidad siempre suma.

Uno de mis instructores del gimnasio es matrícula cum laude en cordialidad. Sonríe, es técnicamente impecable y, lo más importante, dedica parte de su tiempo a corregir a los que hacemos mal los ejercicios. Mi experiencia haciendo deporte es que la mayoría de monitores de actividades dirigidas saben mucho, pero pocas veces te indican que, si continúas haciendo el peso muerto de esa forma, acabarás dejándote las lumbares por el camino. Él es lo contrario. Por eso, sus clases de las seis de la mañana están repletas. Mucho mérito.

La hija de mi vecina del rellano nos regala un trozo de coca cada vez que cocina algo dulce, otro vecino de la escalera siempre está dispuesto a ayudar a los mayores a cargar con la compra, mi madre me prepara fiambreras con recetas con las que disfrutamos, tengo una amiga que me envía libros que cree que me pueden interesar, otro amigo comparte conmigo canciones que intuye que van a gustarme, el chico de la gasolinera me pregunta todas las semanas qué tal me va en el trabajo y, lo más maravilloso del mundo, mis hijos vienen a darme un beso todas las noches a la cama. Gestos pequeños, pero muy amables. No cuestan nada y sientan de cine.

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