Opinión | A pie de isla

¿Pero por dónde paran las ginetas?

¿Quién hay más esquivo en las Pitiusas que el fontanero, ese ser casi imaginario ‘herramientado’ con toda clase de ‘abretuercas’ al que recurrimos cuando nuestros grifos acaban en estatuillas de cal y sal al poco de instalarlos? Pues un entrañable mamífero de la isla, la gineta de Ibiza (Genetta genetta ssp. isabelae), ¿quién si no? Esa le gana por goleada a nuestro huidizo sanador de cañerías, aunque parezca imposible.

Esta fierecilla de los montes, con apariencia entre zorro galáctico y gato de fantasía, que además emite unos enigmáticos gemiditos como de espectro de bebé que no acaba de encontrar su camino de retorno a los cielos, resulta harto difícil de localizar. Fía su vida a la invisibilidad casi total de su presencia. No tanto por ser la noche su piel −caza solo bajo las estrellas− como por extremar su sigilo; es una superviviente de raza, como el payés.

De día se camufla con tantos disfraces como colores y manchas presenta su atractivo pelaje, por el que cazadores procedentes en jauría escopetera de la Península casi la exterminaron en el pasado para hacer negocio con su piel. La gineta de Ibiza regresó prácticamente de entre los muertos; un animal resucitado. Su historia viene a ser la versión ibicenca de la del bisonte norteamericano, casi liquidado también bajo un granizo de balas.

La vocación vital de este simpático bicho insular de la familia de los vivérridos constituye la isla entera; su casa, de momento, el bosque y el matorral. Mas a veces se le puede observar también, si se deja la criatura, comiendo del suelo los frutos que una higuera tiene a bien obsequiar a todo ser con dientes que se le acerque con el respeto que merece como árbol supremo que es de las Pitiusas, el más venerado.

Los higos, pues, se los come a pares, con muy buena gana, junto a moras y otras delicias silvestres nacidas de la madre tierra a fin de tentar a los carnívoros para que pacifiquen su corazón y se pasen al bando de los veganos. De momento, la gineta contesta que la cosa va para largo. Que sí, que como omnívoro de libro que es dice que los higos están muy buenos y todo eso, pero que donde se ponga una buena lagartija o un ratón… Y no digamos los crujientes arácnidos, por mucho ruido a cáscara molida que le hagan luego las tripas.

Aunque peligró décadas atrás, su futuro parece estar asegurado por figurar como especie protegida. Además, su capacidad de adaptación causa asombro, ya que no padece ningún depredador salvo el que a mí también me depreda cuando, con mente levitada, corro o camino por las carreteras: los coches, claro.

Lo mismo anda nuestra amiga en tierra trenzándose de cabo a rabo con las sombras del bosque, como recostada en la rama oficial del búho comiéndose un grillo con toda paz. Tanto en un lugar como en otro la gineta se burla a conciencia de los sueños de gloria de los ambiciosos teleobjetivos a lo National Geographic con que presume tu cámara, si es que pretendes, idiota de ti, ir de expedición pascuera a fin de dedicarle todo un reportaje fotográfico de primera plana para las redes sociales (ay la vanidad digital, ¡cuánta risa analógica provoca!). (Un payés que me sorprendió de esa guisa por un bosquezuelo, se burló en mi cara al confesarle yo mis intenciones fotográficas con el animalito).

Admito que me duele no haberle podido hacer hasta ahora ni una puñetera foto a nuestra querida gineta del terruño (es subespecie propia de la isla). Pero lo que más avergüenza es que ni siquiera he visto jamás una.

Hasta hace pocos años eran contadas las personas que habían logrado vislumbrarla en la espesura de la floresta. Su hábitat entonces se limitaba a los bosques del norte de la isla y a sa Serra Grossa de Sant Josep. Pero últimamente proliferan y abarcan más territorio.

Por tanto, ahora no pocos son ya los privilegiados que acreditan con fotos tan envidiados avistamientos. La prensa local da buena cuenta de esto. Y yo palidezco de envidia, pues pese a mis denodados esfuerzos de montaraz caminante en pos de ella, la silueta de la gineta persiste en ser una quimera para mis ojos; ni siquiera le obsequia a mi campo visual una mísera pata suya asomada detrás de un pino. Si acaso… me pareció una vez distinguir un zurullo.

Pese a todo, incansable, no cejo en buscarla arriba y abajo allí donde pienso que me observa, compadeciéndose o burlándose de mí.

Sí, amigos, continuaré a la deriva por media isla, como un capitán Ahab loco por posar los ojos en su ballena blanca. Me consume la obsesión. A veces, una gineta cualquiera me observa severa desde una servilleta de papel en un bar. Soy yo, ¡ay!, quien la ha garabateado con temblorosa mano sin ser consciente.

Mientras, la isla pronto se me antojará una esfera. En un hemisferio estarán los que han visto alguna vez a la gineta de Ibiza; en el otro los que todavía permaneceremos en tinieblas. A este paso, me temo que nunca cruzaré su ecuador.

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