A pie de isla

Cuatro burras, una isla

Al norte de la isla, en el paraje natural de es Amunts que preside los rincones más agrestes de las serranías de Sant Joan, han dado suelta a cuatro burras en régimen de semilibertad. (El mayor logro al que puede aspirar hoy día un animal domesticado; equiparable a la condición de liberto en la Antigüedad habiendo nacido esclavo).

Se trata de una modesta manada equina de la raza asnal balear cuyo propietario, Giovanni Orlando, un italiano enamorado de las islas (¿quién en su país no lo está?), ha tenido el acierto de comprar en Menorca a fin de reintroducir dicha raza autóctona en las Pitiusas. Aquí la teníamos ya ausente demasiados años. ¡Bravo por Giovanni! Bravo también porque su suelta obedece al propósito de devolverle su antiguo uso agrícola a determinados bancales que sufren abandono, hasta el punto de estar invadidos totalmente de maleza.

Se ha demostrado que el asno es un herbívoro idóneo para tal propósito, el campeón del pastoreo regenerativo. Lo que la oveja no se come y deja atrás, el burro no le hace ascos. Nadie desbroza el suelo como él; ni siquiera la cabra. Esa está un poco loca y termina por las peñas de bote en bote desprendiendo pedruscos, como don Pelayo. Tras el paso de los asnos, el bancal vuelve a ser tierra campa lista para el laboreo.

Y allí andan de bancal en bancal a toda hora estas cuatro entrañables burras, transformándolos en estrofas de versos maduros para sembrar. Sin más alforjas que los soles que las alumbran y las lunas que las guardan, deambulan felices estos cuadrúpedos arriba y abajo paciendo entre ribazos, rozándolo de inocencia todo: piedras, lagartijas, saltamontes y plantas. Diríase que el monte se ha transformado en glorieta de ángeles, en terreno no apto para demonios, escopeteros, ni demás sujetos de mala entraña.

Cualquiera que pertenezca a la comunidad mochilera y brinque de monte en monte de excursión en busca de su verdadero eco, y no el que cree escuchar en los móviles, con una pizca de potra podrá darse de bruces con estas benditas equinas. Y si el afortunado de marras encima va y es mínimamente versado en literatura, podrá observar, con letrada imaginación, que junto a ellas han soltado también a cinco Juan Ramones Jiménez libreta en mano, y sin faltarles detalle −de luto, con sombrero y luciendo barba nazarena y todo−, anotando la riquísima lírica que estos animales les van dictando desde el ombligo mismo de su candor. Porque la estampa de dichas asnas, al igual que la del inmortal Platero, el segundo burro más famoso después del que llevaba en su grupa al bueno de Sancho Panza, también responde a un animal «pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos». Sus ojos, que te miran con total sosiego, como si tú mismo pacieras con absoluta naturalidad a su lado, pero a dos patas, son lo mismito que Platero, «espejos de azabache», a la par que «duros cual dos escarabajos».

Juan Ramón Jiménez solo pedía una cosa al empuñar su pluma: «¡Intelijencia [sic], dame el nombre exacto de las cosas!». Y tanto que se lo dio, no se dejó una sin nombrar. No conozco ningún otro autor español que haya elegido con tanto tino la palabra demandada por cada hueco del papel. Algo que no es de extrañar por otra parte; es posible que ningún otro poeta le aventajara en inteligencia en nuestro país. En ‘Platero y yo’ desde luego que acertó de pleno. Nadie mejor capta la esencia lírica del burro, espejo emocional, asimismo, del poeta en la citada obra.

El asno, un animal que hoy puede volverse a ver en Ibiza −uno de sus hogares de siempre en el Mediterráneo−, gracias a personas como Giovanni Orlando. Vale la pena acercarse hasta donde se hallan ahora sus burras y contemplarlas de cerca, disfrutar de la paz que desprende su insondable mansedumbre. Parecen estrenarla cada día con renovada confianza en el hombre, pese a todo. Aún creen en nosotros, algo mucho más difícil que creer en Dios.

Desproporcionadas respecto a sus menudos cuerpos (qué equivocados aquellos pitagóricos que sostenían que el burro era el único animal disconforme con la armonía universal), sus grandes cabezas peludas, coronadas de largas y enhiestas orejas que apuntan a los luceros, despiertan simpatía y ternura como pocos animales. Te topan una y otra vez con el hocico, restregándolo contra tu pecho, rescatándote el corazón de terribles taquicardias urbanas. Sí; estos animales buscan que les des comida, no nos engañemos, pero también caricias y mimos. Anhelan lo más preciado de ti mismo. Te demandan sin hacer ruido alguno. Pero en un abrir y cerrar de ojos pueden pasar del silencio más absoluto al vendaval de un largo rebuzno, uno de los sonidos más característicos del campo ibicenco en el pasado; sonido que es regalo, como un tañido de campana, un despertar de gallos.

No me extraña pues que Sancho Panza (en él se aprecia claramente que el burro era el caballo del pobre) amara tanto a su rucio, que lo abrazara entre lágrimas y le diera un beso en la frente al recuperarlo tras serle robado. Nosotros también deberíamos albergar idéntico impulso al haber recuperado al asno balear en Ibiza. Gracias, Giovanni.

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