TRIBUNA

Hablan de la guerra

Ayer entré en la catástrofe absoluta, ¿dónde? En una catedral a modo de epifanía. Tengo la costumbre de entrar a los edificios con ese carácter. Hay algo que se escapa a la razón y también ese silencio que se almacena dentro de la nave. Es parecido a una bocanada de aire contenida desde hace más de veinte siglos. Una apnea litúrgica a punto de ser consumida, pero que aún permite algún pensamiento y, por qué no, algún sentimiento algo más íntimo, profundo, quizás elevado. Me senté en el banco de caoba y cerré los párpados. La madera está impregnada de lamentos, prejuicios, falsas convicciones, duelos y mucha autogratificación. No es la primera vez que lo hago, no soy religioso y me cuesta creer en casi nada que no pueda oler, tocar o ver, lo práctico, así, por puro morbo. Pero eso no me quita de sentir ese silencio que se almacena en las catedrales e iglesias. Aunque estando en el centro neurálgico de la ciudad con todo su alboroto, su ruido y excitación, una vez traspasas las puertas, se hace un silencio que de alguna manera te reporta cierta paz; hay algo casi extradimensional. Esto lo sé desde hace años, lo que pasa es que ahora lo admito. Y sin abrir los párpados y dejándome llevar por la forma del silencio que pertenece a ese tipo de espacios, mi imaginación me hace la trampa aquella de suponer. Me veo rodeado de escombros y con una sensación totalmente desconocida e indescriptible de dolor, sufrimiento, rabia y miedo, todo a la vez, porque veo que han matado a mi familia, a mis amigos, a mis vecinos, a mi pueblo.

Hay sangre, hay polvo, hay toda una ciudad devastada, no hay más que figuras de los pocos supervivientes que deambulan asustados y desorientados buscando respuestas entre los trozos de edificio que las bombas han reducido a simples trozos de ladrillo, metal, vidrio y el sustrato de las personas que allí tenían sus vidas. Abro los párpados, pues noto que una lágrima se precipita por mi piel. Es una lágrima que contiene toda mi empatía hacia un pueblo que se ve sin poder mirarse, un pueblo que sin culpa se muere. Por un momento, esa empatía hace que la guerra se desvanezca. El gorgoteo de unas palomas en el campanario me hace salir del trance. Siento agobio al ver todas esas figuras de santos con tanta expresión de dolor a mi alrededor y decido salir de aquel edificio. La calle de la ciudad me devuelve el ruido, entro en un café, y Carlos Franganillo es el centro de atención de los allí presentes. Habla de cifras de muertos en Gaza, entre ellos muchos niños. Desde ahí, la noticia rebota como una pelota loca por efecto de la física de una persona a otra. Y yo, con una mano delante y otra detrás, como dicta el guion, también hago uso del recurso y del pensamiento, la voz y, peor, la tinta. Y ese ruido que me devuelve a la normalidad, o al menos a eso que entendemos como normalidad. Y entonces es cuando me digo que quizás habría que empezar a recordar cuáles son los materiales elementales con los que se fabrica una sociedad civilizada.

Suscríbete para seguir leyendo