Dahl desnatado
A los curas les debe mi infancia que a las chicas de los cómics estadounidenses de Flash Gordon les bajaran las faldas hasta la longitud talar de las sotanas, que los bikinis se convirtieran en bañadores de Telva y que los escotes subieran hasta el cuello, desecando canalillos para evitar humedades. A los pedagogos guardo el agradecimiento de que al capitán Trueno y al Guerrero del Antifaz les borraran las espadas y los enemigos murieran de un puñetazo de rabia en el combate. Nuestra deuda con el mercado, de editorial Bruguera a Fher, es que dieran papilla de Dumas y Salgari en versiones reescritas para la chavalería.
A los que nos acostumbramos a ver el cigarrillo de Lucky Luke convertido en brizna, a que denuncien que Tintín en el Congo es racista con los africanos y devastador con los antílopes y a leer en los tomos de Osamu Tezuka notas aclaratorias respecto a los estereotipos de raciales, sociales y sexuales que regían cuando el autor dibujó sus mangas no nos sorprende que hagan un Roald Dahl desnatado (sin «gordo»), operado (sin «fea») y tratado (sin «loco») para que las mentes inclusivas puedan vivir en su tranquilo mundo exclusivo, libre de todo mal en la ficción y en las palabras y tan ajeno a la realidad y a los hechos como hasta ahora.
Estos cuentos de brujas a las que no se llama feas y pigmeos en los que el tamaño no importa se debe a personas que no quieren cambiar el mundo sino su percepción, que para no renunciar a unas lecturas quieren cambiar las escrituras, a retocadores que convierten un Ecce Homo en un travestido grotesco de carnaval. Así, cualquier nada sirve para todos.
Los políticamente correctos son los nuevos curas y los nuevos pedagogos que censuran por nuestro bien. En este mundo idiota, el mercado puede dar soluciones. Los nutritivos cuentos de Dahl deberían costar más, como cuestan el café descafeinado, la leche deslechada o los productos sin gluten, pero eso los prestigiaría y los papás preocupados correrían a comprar lo mejor a sus hijos cueste lo que cueste.
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