Opinión | A pie de isla

¡Cloacina, socórrenos!

Justo en la cima de su carrera, la presentadora alemana de televisión Kim Lange sufre un contratiempo increíble mientras contempla las vistas de Colonia desde la azotea de un hotel. Del cielo le cae encima envuelto en llamas el lavabo de la estación espacial rusa, lo único que no se ha desintegrado de la misma al entrar por accidente en la atmósfera terrestre. «¡Qué manera más absurda de morir!», es lo último que acierta a pensar al alzar la cabeza alertada por una cegadora luz y ver el pedazo de sanitario que se le viene encima hecho un bólido sideral.

De esta forma tan surrealista arranca la trama de ‘Maldito karma’, la primera novela de David Safier, publicada en Alemania en 2007.

Pero tranquilos, mi artículo de hoy no va de crítica literaria, sino de cloacas y de revelar un malicioso pensamiento que acaricio una y otra vez. Haciendo de esta columna un confesionario donde soltar lastre de mis pecadillos, tengo que admitir que desde que leí ese libro albergo un deseo poco cristiano: causar algún tipo de quebranto a las personas que en nuestro país se empeñan en arrojar toallitas higiénicas a los retretes. ¿Y qué mejor que desear que la desgracia de Kim Lange les suceda también a ellas? Pero no bajo el peso sobre sus cráneos de un lavabo incandescente, como le ocurre a la pobre protagonista, sino por el de todo un retrete descendido en cuerpo y alma a velocidad de rayo, que es lo que toca habida cuenta de la naturaleza del crimen y del instrumento del que se ha servido. Justicia divina, ¡sí!

No exagero. Deshacerse de toallitas higiénicas a toneladas mediante el inodoro es un crimen de lesa majestad contra las leyes humanas, divinas y del medio ambiente, así como un gravísimo contrafuero sanitario contra las más elementales normas que rigen la evacuación de las aguas residuales.

Si cogemos la lupa del abuelo, seguro que descubriríamos, con pizca de imaginación, que ya el Código de Hammurabi lo dejaba clarito: «Quien arrojara toallitas higiénicas [entonces de esparto, ¡ay!] a la letrina, se le introducirá otra igual en su cuerpo por cualesquiera de sus orificios naturales». Leído en su idioma original, el acadio, aún sobrecoge más. La Ley del Talión, qué cosa más aleccionadora y refinada.

Pero como ahora no se lleva más castigo que soportar las redes sociales, ¡hale, a taponarlo todo con las malditas toallitas! Constituyen el enemigo número uno del saneamiento público español. Destrozan los colectores, haciendo aflorar aquella parte de nuestra naturaleza humana que preferimos nombrar como insulto antes que mirar a la cara, y menos si flota a nuestro lado ansiosa por establecer contacto mientras nos bañamos en el mar.

En la isla ocurren estos desastres con demasiada frecuencia, recientemente en Cala Bou. Cuando se atasca la red que canaliza nuestras miserias orgánicas, el vertido resultante siempre es imparable, tanto en cantidad como en ‘nauseabundez’, si se me permite la expresión. Justo lo acontecido en dicho lugar. Ni la hilera de puñales exhibida por un tiburón blanco con las fauces abiertas hubiera causado mayor estallido de pánico entre los bañistas.

Siendo las campañas de concienciación inútiles, yo propongo una solución sorprendente. Apelo a la estrella de los sanitarios japoneses, Toto Washlet, la marca de retretes que ha colonizado Japón entero, más popular allí que el propio Godzilla. Podrías atravesar todo el país tranquilamente sentándote de Toto en Toto.

¿Y qué tiene esa cosa que no tenga nuestro ‘Roca’ de toda la vida? Pues una serie de filigranas electrónicas de última generación. Hablamos de un retrete con un panel de mandos que ni un Boeing 747. Te sientas ahí y te crees un cyborg endiosado en la cima de un mundo extendido a tus nalgas. Tienes de todo: rodal calefactado, música, sonidos ambientales (desde cascadas hasta tam-tam africano), chorrillos de agua para el aseo íntimo de aguda puntería… El futuro en verso digital. Ahora, eso sí, cuidado que viene todo en japonés, no pase lo que me ocurrió allí sentado en uno. El desaguisado fue total. Ahorro detalles. Pero cuando le cogí el tranquillo me entregué a él con pasión. Tanto que a mi vuelta añoré a mi Toto. Con el primer ‘Roca’ patrio que pillé en Barajas, me pareció retroceder a la prehistoria de los sanitarios. Cicatero en agua y sin un solo vatio en sus entrañas calcificadas, ¿qué podía ofrecerme ese haragán de loza si carecía de ambición?

Así que, con semejantes credenciales, qué mejor que introducir a Toto en todos los hogares españoles para pillar a los infractores. Pero pidiendo a los ingenieros nipones añadirle una función a la medida de ese atropello tan español que es atascar estúpidamente las canalizaciones públicas con las dichosas toallitas higiénicas. Esto es, que suene una sirena activada por sensores cada vez que alguien arroje una al retrete. Conectada aquella a la red de alarmas de la policía, el transgresor se llevaría su merecido apenas una cisterna de agua de Toto después. Salir esposado del cuarto de baño vestido de estar por casa, o sea de mamarracho, es para pensárselo.

Y si nuestro héroe japonés fracasara, no cabría ya más remedio que encomendarse a Cloacina, la antigua diosa protectora de las cloacas romanas. ¡Cloacina, madre sapientísima de las alcantarillas, socórrenos ante tanto imbécil!

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