Virginia Woolf, lucidez y locura

«La vida es un sueño, el despertar es lo que nos mata», Virginia Woolf 

Virginia Woolf.

Virginia Woolf. / Pablo García

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Hablar con ponderación de Virginia Woolf es difícil, cuando su atormentada biografía hace sombra a sus textos. Virginia crece en un contexto de alta cultura y la extraordinaria biblioteca de su padre, Leslie Stephen, novelista, historiador y biógrafo, la convierte en una lectora impenitente. Sin escuela hasta los 12 años, es educada por sus padres con una sólida formación literaria. Tras las segundas nupcias de su padre, la familia se traslada al 22 de Hyde Park Gate, (Kenington), elegante barrio londinense, donde con sus hermanos, hermanastros y amigos, forman una camada esnob, neurótica y festiva, que está por encima del bien y del mal. Visten tweed en invierno y trajes de tonos claros y livianos en verano; usan flexibles sombreros fedora o canotiers de copa plana y ala corta; se disfrazan, plantan lirios, cazan mariposas, fuman burbujeantes naguiles, viajan a Taormina, Creta y Constantinopla y divagan con líricas metafísicas, alquimias, teorías psicoanalíticas y místicas orientales. En aquella excéntrica tribu juvenil, la más pasada de vueltas es precisamente Virginia, a la que llaman cariñosamente ‘la cabra’. 

Pero no todo son fiestas. Virginia vive episodios que mellan su fragilidad. Tras sufrir repetidos abusos en su primera adolescencia, pasar tempranamente por la muerte de su madre y una de sus hermanas y sentir un creciente vacío, la niebla entra en su cerebro y aparecen los primeros episodios del trastorno bipolar y depresiones que le acosarán toda la vida. Permanece temporalmente internada y, pues no lo resiste, se arroja por una ventana. En otra ocasión, intenta una definitiva huida con una sobredosis de veronal. Fracasa. Mal que bien, Virginia trata de sobreponerse. Se hace construir un cobertizo en el jardín para aislarse y escribir. Cualquier ruido le molesta. La escritura es su tabla de salvación, pero sabe que tiene a pájaros la cabeza. Dice que los gorriones le hablan en griego y que en ocasiones se comunica con su madre muerta. Pero escribe, escribe, escribe... Sorprende que sus cambios de humor, vaivenes emocionales y desvaríos no perjudiquen su productividad literaria, al punto de convertirse en una de las más grandes escritoras del siglo XX. Woolf deja atrás un modernismo que decae y revoluciona el ‘qué’ y el ‘cómo’ de la narrativa. Profundiza en la subjetividad humana y en la conciencia a la manera de Proust y Joyce, a los que aventaja con una incomparable prosa poética y musical. Pero hay algo más. Woolf abre un camino que parecía imposible, escribir novelas sin argumento, sin diálogos, sin acción, y sin embargo, extraordinarias y conmovedoras. La admiración que Woolf despierta en Borges explica la formidable traducción que el bonaerense nos deja de ‘Orlando’. 

Todas obras maestras

Elegir y comentar aquí una única novela de Woolf se me hace difícil, pues casi todas son obras maestras, ‘La señora Dalloway’, ‘Al faro’, ‘Los años’, ‘Una habitación propia’… Trataré de decir algo de ‘Las olas’ que he vuelto a leer, una de las mejoras novelas que conozco. Sorprende su mecanismo de relojería, su original andamiaje, su polifonía de registros y la delicadeza y belleza de su prosa. Woolf experimenta con la estructura temporal y trabaja el soliloquio, la voz interior, estrategia con la que intenta recoger el pensamiento de los personajes en su forma primigenia, en su fluir inconsciente, tal y como surge en la mente. Con Wolf nos metemos en la cabeza de sus personajes para saber lo que piensan, lo que sienten, lo que dicen, lo que callan, lo que anhelan. No pueden ocultar nada al lector porque Wolf no les deja. ‘Las olas’ tiene párrafos de tan extraordinaria belleza que los leo en voz alta. En un lirismo introspectivo, las palabras, las frases y el ritmo narrativo crean una melodía que va y viene como las mareas, como el ir y venir del oleaje en las orillas. ‘Las olas’, metáfora de la vida en continuo flujo, en continuo cambio, son la piedra angular de una literatura que llega hasta el teatro del absurdo y la escritura de Beckett y Kafka. Nuestra conciencia fluctúa como el mar. Cada ola tiene algo hipnótico y es un verso en el poema del mundo que conformamos nosotros. Somos el mar, metáfora de la vida. 

Los que tenemos en ‘Las olas’ es un juego de perspectivas, voces, miradas, gestos y sensaciones que el relato unifica en un todo acabado, sin principio ni fin, en el que el lector completa ausencias y vacíos. Las olas, en su infinito movimiento, abarcan pasado, presente y futuro en un tiempo sin tiempo en el que no existe comienzo ni final. Lo que tenemos en ‘Las olas’ es la fragilidad de la vida (el agua, líquida) contra la muerte (la solidez inerte del acantilado). Una casa junto al mar es cualquier lugar, un no-lugar, es el mundo. En las primeras páginas de la novela oímos las voces de unos niños que, cuando avanzamos en la lectura, crecen y rompen con estruendo en la madurez para, en la edad avanzada, caer sin pausa hacia la muerte. La materia narrativa es tan universal como el agua que forman las olas. Woolf, en fin, es una esteta apocalíptica para quien la existencia humana y el mundo quedan sólo justificados como fenómenos estéticos. Y no habla por hablar. Woolf lleva su esteticismo hasta al límite, al nihilismo pragmático y suicida. Abrumada por el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la destrucción de su casa y de su mundo, Virginia entra en una crisis creativa y piensa otra vez en suicidarse. Esta vez no lo dejará al azar. El 28 de marzo de 1941, Virginia se pone el abrigo, carga sus bolsillos con piedras y se adentra lentamentte en el río Ouse hasta quedar sumergida. Un niño encuentra su cadáver 20 días después. En una nota se despide de su marido: «Sé que voy a enloquecer y no podré recuperarme. No podemos pasar por ello otra vez, ni puedo arruinarte la vida. Oigo voces. No me concentro. No soy yo. Hago lo mejor que puedo hacer».