Arte&letras

La desesperada esperanza de Camus

esperanza de Camus

esperanza de Camus / Por Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Si de la Historia de la Literatura me viera obligado a elegir un único autor, por mucho que me pesaran las renuncias, no lo dudaría, sería Albert Camus.

Las primeras lecturas que hice de Camus, al que tanto le preocupa el ‘absurdo’, me llevaron a pensar que militaba en la heteróclita tropa existencialista que frecuentaba el parisino ‘Café de Flore’ bajo la batuta de Sartre, pero luego vi que entre ‘La náusea’ y ‘La peste’ había un abismo. La percepción de la realidad en Camus no podía ser totalmente desesperada cuando su obra arranca con ‘El revés y el derecho’ (1937) y ‘Bodas’ (1938), canto a la vida en un mundo de pobreza y de luz, donde la dicha y la belleza le gana la partida a los dioses que permanecen mudos, y cuando en ‘El verano’ (1954) nos deja una frase reveladora: «En la profundidad del invierno, finalmente aprendí que había en mí un verano invencible». En Camus impresiona esa especie de franciscanismo laico que aparece en ‘El exilio y el reino’ (1975): «Soy avaro de esa libertad que desaparece con el exceso de bienes. Mil veces prefiero el despojamiento. Me gusta la casa desnuda de los árabes y los españoles». No puede extrañarnos la felicidad que destilan los comentarios que le inspira Ibiza cuando, desde una terraza del puerto, describe un moroso atardecer y recuerda con admiración nuestros campos y la esencialidad de nuestras casas rurales, todo un modo que le recupera su niñez en el barrio argelino de Belcourt y en Tipasa, a cuyas playas se escapaba en verano con sus amigos.

Pero volviendo al tuétano de su obra, al absurdo que le inquieta, cabe decir que, incluso en las tremendas circunstancias de ‘La peste’ (1947), el doctor Rieux, su protagonista, lucha contra el ‘mal’ y nos dice lo que se aprende en las desgracias, que «en el hombre hay más cosa dignas de admiración que de desprecio». Camus lo repetirá como un mantra en todas sus obras. El hombre, por dura que sea su vida, puede vivirla con dignidad y morir de pie. Es el mensaje de ‘El mito de Sísifo’ (1942): insumisión, indomabilidad y resistencia. No cabe el abatimiento ni la resignación: «Si admitimos que nada tiene sentido –dice en ‘Nouvelles littéraries’ (1951)-, el mundo es absurdo, pero yo no lo admito. Cuando escribía ‘El mito’, ya sabía que trataría de descubrir sentido en la sinrazón de la vida. Lo hago ahora, en 1952, en ‘El hombre rebelde? que estoy escribiendo».

Hay algo, sin embargo, que Camus no soporta, que no consigue superar, ese niño que muere en ‘La peste’, el sufrimiento de los inocentes: «No se puede amar –dirá con rabia- una creación en la que los niños son torturados». A pesar de todo, cuando escribe ‘Los justos’ (1950), Camus se acerca al cristianismo. Una nostalgia de Dios se oculta en la vehemencia con la que proclama lo absurdo de un mundo sin Dios. Camus vive una desesperanzada esperanza, pero también el creyente desespera en aquel «Señor, ¿por qué me has abandonado?» de Jesús en la cruz. Lo que a Camus le falta es el paso definitivo de la fe, el de la frase que sigue: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Aunque, tanto da, creo yo. Si Dios existe –que está por ver- Camus estará con los justos, por delante de muchos obispos y papas. A Camus no le preocupa la idea de la Salvación, demasiado abstracta, demasiado grande para él y que encontramos en Gide, Claudel y Malraux. Camus apuesta, desde la honradez, por la dicha y la vida. No cree en el pecado, pero caso de darse, el peor sería huir de la vida y no luchar por la felicidad, la propia y la de los otros. De aquí que los protagonistas predilectos de sus obras sean Tarrou, mártir de la santidad laica, Rieux, mártir de la solidaridad, y Kaliayev, mártir de la rebelión. Cuando Camus nos dice «no creo en Dios, pero no soy ateo», se reconoce agnóstico. Y la pregunta que uno se hace es si, desde su perplejidad, -la que muchos tenemos- deja o no las puertas abiertas a la transcendencia. Yo creo que no se planteaba tal cosa. La tenía por inútil divagación y su opción es de presente. Le basta buscar la verdad, la justicia y la solidaridad, vivir desde la honradez y desde la desesperanzada esperanza, como si Dios no existiera. Es lo que parece que ese mismo Dios, si existe, parece pedir desde su silencio.

Obra intensa y extensa

Novelas, teatro, relatos, crónicas, ensayos, memorias, prensa… La obra de Camus es tan intensa como extensa, y aquí no cabe lo que uno querría decir. Al margen de corrientes filosóficas, –rechaza el existencialismo y los dogmatismos del marxismo y el cristianismo-, Camus reflexiona sobre la condición humana, lucha contra todas las ideologías y abstracciones que alejan al hombre de lo humano y vive con doloroso desconcierto, desde el desamparo y la incertidumbre, la ausencia de Dios. El mundo no descubre ningún propósito determinado y la naturaleza es indiferente a nuestros avatares. Estamos solos y no sabemos qué hacemos aquí, pero no por eso dejaremos de hacernos preguntas y buscar la verdad. Podemos y debemos vivir con dignidad: «Al margen de las supuestas certezas de lo ‘sagrado’, debemos encontrar en la realidad, con responsabilidad moral, nuestros propios valores». El mismo absurdo contra el que Camus luchaba, se lo llevó en el 4 de enero de 1960 en un accidente de automóvil. Había comentado poco antes que su obra estaba en sus comienzos. Uno se pregunta qué hubiera podido darnos. Aquel fatídico día había llovido y no lejos del coche destrozado apareció su cartera de cuero con el texto de ‘El hombre y lo divino’ de María Zambrano -que estaba leyendo y que quería publicar en Gallimard-, y el manuscrito de su última novela que se publica después de su muerte, ‘El primer hombre’ (1961), un texto autobiográfico en el que Camus se desnuda y define como nadie la dignidad que el hombre libre debe conseguir y defender a ultranza.

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