Opinión

La guerra, el retablo y el carpintero

En el verano de 1936 unos milicianos se presentaron en casa del carpintero. Querían que les ayudara a desmontar el retablo de la parroquia de San Sebastián para poder quemarlo. No se sabe si el carpintero, mi abuelo Mariano, se negó o les convenció de que aquello no se podía desmontar. El caso es que los milicianos arrancaron las imágenes, las astillaron a hachazos y les prendieron fuego tras colgar las cabezas de un árbol. Mi abuelo fue movilizado por el ejército popular ya al final de la contienda, en la última quinta, pero el retablo barroco, sin santos, seguía presidiendo la nave reconvertida en almacén. Tras acabar la guerra, unos falangistas se presentaron en casa del carpintero y se lo llevaron por haber colaborado en el ataque al retablo. Le interrogaron a él por una parte y a su socio, el Guitarro, por otra. A cada uno le decían que el otro ya había confesado, pero como no tenían nada que confesar les acabaron soltando. La historia, inédita, me la contó mi madre hace unas semanas. Mi amigo Iñaki, que es quien mejor conoce la historia del pueblo, me dice que tiene un tinte legendario, como si hubiera una ley no escrita que impide a un carpintero destruir el trabajo de otro de siglos atrás. El círculo se cerró a mediados de los años 50, cuando el abuelo Mariano formó parte del equipo que restauró la viguería y el retablo de la iglesia.

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