La paradoja del derrumbe de Porroig

Con este artículo van 500 en Diario de Ibiza, después de que Joan Serra, entonces director, me ofreciese la oportunidad de publicar una vez a la semana mis impresiones sobre esta isla nuestra, cada día más irreconocible. El primero apareció el 17 de junio de 2014 y hoy tenía previsto tirar de memoria, archivo y melancolía, para resumir en unas pinceladas lo acontecido en esta década, para concluir que el balance, pese a que coincide con una época de gran crecimiento turístico y económico, es lamentablemente negativo.

Sin embargo, la actualidad siempre se impone en este negocio también devaluado del periodismo y toca hablar de Porroig. En primer lugar, porque constituye una metáfora perfecta de la zozobra que experimentan la isla y quienes la habitamos, y, en segundo término, porque es un asunto que conozco de primera mano y que me toca la fibra de manera íntima y personal.

La última de las siete casetas varadero que había a los pies del acantilado de sa Penya Roja, en el lado sur de la bahía de Porroig, la construyó mi familia hace ya muchos años y allí pasamos los veranos de la niñez, intercambiando ahogadillas con los chavales de las otras casetas, buceando entre la posidonia y recolectando holoturias o pepinos de mar, que nosotros llamábamos butifarras, mucho antes de que los restaurantes las sirviesen de aperitivo porque resultaban un cebo magnífico para los sargos. Luego nos hicimos adultos, también tuvimos hijos y ellos han seguido gozando de Porroig, embriagados por su apacibilidad y belleza.

Hace una década, se desató una terrible tempestad que arrancó las puertas y la cubierta del refugio, arrastrando al mar todo lo que había dentro. Tiempo después, la Demarcación de Costas autorizó la restauración de algunos de los varaderos dañados, entre ellos el nuestro, y desde hace un lustro, volvíamos a disfrutarlo cada temporada.

Cuando el acantilado se vino abajo la semana pasada, no sólo arrasó la caseta y sepultó la chalana nueva y otros enseres que conservábamos dentro, sino que arrancó de cuajo la ilusión de que, algún día, también crezcan en este lugar nuestros nietos, de la misma forma manera que lo han hecho tres generaciones de la familia.

Siempre hemos sido conscientes de que el lugar no estaba exento de riesgos porque de vez en cuando, tras alguna tormenta importante, se deslizaba una roca grande y rompía algún tejado. Bajo el nuestro nos sentíamos algo más seguros porque, encima de la caseta, había crecido un pequeño pinar que ejercía de parapeto frente a los desprendimientos. Obviamente, no en el caso de derrumbarse todo el acantilado, como ha sucedido ahora, desapareciendo incluso ese bosquecillo, la orilla de la cala y el sendero que conducía hasta ella.

Tras el shock de perder uno de los principales paisajes de la infancia, uno comienza a plantearse el porqué de las cosas y es ahí donde irrumpe la paradoja. No soy geólogo ni ingeniero para afirmar categóricamente cuál es la causa del derrumbe y probablemente no haya una sola, sino un cúmulo de circunstancias. Pero sí avanzaré mi opinión, que es coincidente con la de otros vecinos.

En la costa de es Cubells ha habido otros episodios graves de desprendimientos, como ocurrió, por ejemplo, en septiembre de 2005, cuando un edificio de apartamentos de Vista Alegre quedó destruido por un deslizamiento de tierras en el acantilado. En todos estos precedentes, los desprendimientos se produjeron tras episodios muy intensos de lluvias, que también generaron destrozos en otras zonas de la isla.

El derrumbe de Porroig, muy al contrario, ha tenido lugar durante uno de los peores periodos de sequía que se recuerdan y la tierra, en estas condiciones, debería de estar dura como una piedra. Resulta muy complicado encontrar una explicación lógica, salvo las relacionadas con la actividad generada en la urbanización de lujo que corona el precipicio. A lo largo de los años, hemos visto vaciar piscinas arrojando el agua por el acantilado mediante tuberías y todos los jardines situados frente a las casas poseen enormes extensiones de césped que llegan hasta el borde mismo del barranco. Su verdor solo puede mantenerse mediante un derroche constante de agua, que también se acaba filtrando entre las capas arcillosas del precipicio. Y ya para colmo, se han erigido terrazas, chill outs y cenadores en los límites del altiplano, que junto con las estructuras de las piscinas han ejercido presión sobre el terreno durante años. Algunas de estas construcciones, al parecer, son ilegales a pesar de su peligrosa ubicación y en parte ocupan suelo público.

Estas circunstancias, como mínimo, han tenido que ver en el desastre, dándose la paradoja aludida en el título: El derroche de las lujosas viviendas de los de arriba ha provocado el hundimiento de los modestos refugios y las ilusiones de los de abajo. Y, como esto es Ibiza, aquí no pasa nada.

@xescuprats

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