Contra la banalización del Holocausto

El judío polaco Abraham Bomba trabajaba de barbero en el gueto de Czestochowa hasta que fue deportado junto a su familia al campo de exterminio de Treblinka. Allí, los nazis lo seleccionaron para rapar a las prisioneras antes de que entraran a la cámara de gas. Abe, que así lo llamaban, narra su agónica experiencia en el campo sin mirar a cámara apenas, durante un largo plano secuencia del documental ‘Shoah’ (1985), mientras corta el cabello de un cliente, con peine y tijera, en una peluquería de Tel Aviv. Llega un momento del relato en que el barbero se quiebra. Aprieta los labios, traga saliva, se le escapan las lágrimas; no puede seguir verbalizando el horror, pero el director de la película, el francés Claude Lanzmann, lo apremia: «Debemos hacerlo, Abe; usted lo sabe». El realizador se muestra inflexible. Por cierto, esa joya del cine llamada ‘Shoah’ («catástrofe», «aniquilación» en hebreo) se emitirá por primera vez en la Filmoteca de Catalunya el domingo 26 de noviembre, en su completa extensión: nueve horas de documental.

Lanzmann utilizó métodos expeditivos durante el rodaje, entrevistando tanto a supervivientes, verdugos y testigos de un genocidio que aniquiló a seis millones de judíos. Un torrente de voces, sin adornos ni edulcorantes. Consideraba el cineasta que la herida abierta en la humanidad por el exterminio nazi no debía cerrarse jamás. La búsqueda de la verdad y su transmisión, imperativos morales.

El Holocausto constituye un asunto sagrado, intocable, incomparable, ahistórico de tan atroz. Sería aconsejable evitar el término fuera de su contexto. Pero el espeluznante ataque de Hamás del pasado 7 de octubre, en que los terroristas mataron a 1.300 israelíes y secuestrado a otros 239, ha reavivado el fantasma del gran trauma de Israel y suscitado comparaciones intolerables: el embajador ante la ONU, Gilad Erdan, se presentó con una estrella de David amarilla pegada a la americana. Y Netanyahu se ha permitido comparar el ataque a la fiesta ‘rave’ con la matanza de Babi Yar (actual Ucrania), uno de los más infames episodios de la segunda guerra mundial, en que los nazis masacraron a más de 33.000 judíos en una sola operación.

De la misma forma, tampoco debería emplearse el símil contra Israel, a pesar del desproporcionado castigo que está infligiendo a los palestinos: 10.022 muertos ya en la franja de Gaza. Tiene razón António Guterres, secretario general de Naciones Unidas, cuando califica la pesadilla de Gaza como «una crisis de la humanidad». Evitar comparaciones no significa que no estemos perdiendo la brújula moral, apartándonos peligrosamente de ciertos consensos alcanzados tras la guerra. No habrá paz ni Israel sanará de su trauma hasta que haya igualdad de derechos para todos, desde el río Jordán hasta el mar.

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