La soledad de nuestros mayores

Los veo por la calle. Voy corriendo de un lado a otro y me los voy cruzando. Una empuja con calma su carrito de la compra, ése en el que seguramente lleva dos tomates y medio pan payés que le durará toda la semana. Otros están sentados en un banco, con el mentón apoyado en la empuñadura de su bastón viendo la vida de los demás pasar. Pasean y sonríen cuando les miras a los ojos. A veces te dicen algo. Y mientras les contestas no puedes evitar pensar si las palabras que cruzan contigo serán las únicas que, a lo largo del día, dirigirán a alguien que no sean ellos mismos. Alargan las salidas (al café, a la farmacia, al súper...) todo lo que sus cuerpos les permiten. Tras el umbral de sus casas sólo les aguarda la soledad. Con un poco de suerte, si los tienen y pueden, algún hijo, hija, nieto, nieta, hermano, les llamará para ver cómo están. Si no, la televisión les hará compañía hasta que les venza la noche. Y así un día tras otro. Tras otro. Van a más funerales que a cumpleaños. Y así como avanza su edad cada vez su círculo se hace más pequeño. Sus amigos ya no están. Y sus familias, en esta sociedad del siglo XXI, apenas pueden rascar unas horas semanales para estar con ellos. La culpa les sobrevuela, pero los horarios, las casas pequeñas, los sueldos míseros complican hacer mucho más para espantar la soledad de nuestros mayores.

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