Cuando agosto sea en octubre

Domingo, 29 de octubre. Cierre oficioso de la temporada turística y Cala Bassa a rebosar. No es una imagen similar a la que podríamos ver en agosto, pero sí en mayo o junio. El parking se ha reducido a la mitad, pero el área abierta está hasta los topes. El chiringuito aún mantiene instalado un sector de hamacas al principio de la playa y sus mesas están llenas. Incluso hay una legión de vendedores ambulantes con pareos, camisetas falsificadas de equipos deportivos y variedad de baratijas, lo que constituye un termómetro aún más definitivo.

Todo el perímetro de la orilla se vislumbra cubierto de toallas, con bañistas tomando el sol, ya sin el calor asfixiante de los meses pretéritos. Muchos se zambullen en un agua que por fin ha dejado de estar caldeada, y que, más o menos, registra la misma temperatura que podía alcanzar en los meses de julio y agosto de hace veinte o treinta años. El mar, además, ha recuperado la transparencia insuperable de la primavera y el horizonte, con el Cap Nunó en el centro, se encuentra despejado, sin apenas embarcaciones fondeadas que ejerzan de muralla. Definitivamente, en Ibiza, cuando el tiempo acompaña, es mucho mejor ir de playa en otoño que en verano, en todos los sentidos.

Si el fin de semana que viene hace un tiempo parecido, o al siguiente, o al otro, esta playa y las demás de la isla volverán a estar concurridas. Sin embargo, muchos hoteles habrán cerrado y en las orillas no habrá una mesa para almorzar. Es cierto que algunos establecimientos permanecen abiertos todo el año o al menos alargan la temporada hasta las navidades, pero, aunque sea posible hacer vida de turista fuera de temporada, hay que conocer la isla al dedillo y esa información solo la manejan los propios ibicencos y los propietarios de segundas residencias, que colman los aviones que enlazan con las principales ciudades españolas y alguna europea cada fin de semana. La impresión que se lleva el turista, a partir de ahora, es la del páramo; la de aterrizar en una isla inerte que ha echado el cierre.

Un buen número de hoteles, restaurantes y comercios, muy especialmente los situados junto al mar o en el centro de los pueblos y ciudades, además de trabajar a pleno rendimiento durante la temporada, tienen potencial para seguir haciéndolo en fines de semana largos el resto del año, o, como mínimo hasta el puente de diciembre. Sin embargo, por mucho que llevemos tres o cuatro décadas escuchando la cantinela de la desestacionalización, en realidad son muy pocos los interesados en dar este paso.

Se ha dicho muchas veces que la temporada no se alarga por falta de demanda y, aunque dicha afirmación fue cierta durante décadas, hoy claramente hay que ponerla en duda. La dificultad ya no es tanto la falta de clientes, sino el modelo laboral que prevalece en la isla, el del fijo discontinuo, que consiste en pagarle medio año la nómina al trabajador, y que los meses restantes lo sostenga el Estado a través de ayudas. Esta manera de funcionar no solo es achacable al empresariado. Hay muchos profesionales de la hostelería que prefieren pasar seis meses trabajando intensamente y luego descansar en invierno, aunque sea a costa de ganar menos. Conozco a hoteleros y restauradores que se han empeñado en abrir algunos inviernos, incluso con buenos resultados. Tras un tiempo, sin embargo, han tenido que desistir porque sus empleados querían descansar toda la temporada baja y no encontraron sustitutos.

Queramos o no, y por mucho que se repita el mantra de la desestacionalización, en Ibiza prácticamente nadie está dispuesto a cambiar el modelo de una temporada de seis o siete meses y cierre el resto del año. Solo hay un condicionante que pueda acabar transformando esta estructura, que más que económica ya es social. Me refiero al cambio climático, cada vez más evidente y palpable, salvo para el terraplanismo político, que se empeña con ahínco en hacer el ridículo. Los últimos veranos han sido realmente insoportables, hasta el extremo de que pasar un día en la playa y comer una paella en un chiringuito, más que un privilegio, ya se percibe como una tortura.

Si esta sensación sofocante se asienta unos años más, la gente dejará de venir masivamente a las Pitiusas en julio y agosto, y ocurrirá lo mismo en buena parte del Mediterráneo. La temporada alta será mayo, junio, septiembre y octubre, y podremos alargarla dos meses más porque seguirá haciendo calor. Este cambio de modelo implica realizar un montón de ajustes, crear nuevos productos turísticos y acostumbrar a la demanda a consumirlos. No es algo sencillo.

En una década, que pasa volando, el cambio puede ser inevitable y, por el momento, la industria turística no transmite síntomas de estar reaccionando a la nueva coyuntura, sino todo lo contrario.

@xescuprats

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