De ‘Diez negritos’ al neopuritanismo

De Estados Unidos importamos tradiciones que ya existían aquí con otros nombres o torsiones, como Halloween o el ‘afterwork’, es decir, la vieja costumbre de tomarse una caña de descompresión con los colegas al salir de la jaula. Llegaron también inventos prodigiosos, como el rocanrol y los pantalones vaqueros, pero con el redondeo del peso pueden colarse asimismo mendrugos de difícil roedura, ya sean los cubos de palomitas en el cine o la nueva moda del ‘sensitive reader’ (lector sensible). Se trata de profesionales que leen los textos antes de su publicación para desescamarlos como lubinas, expurgándolos de escenas y expresiones que puedan herir susceptibilidades en razón de sexo, género, raza o religión. En el mundo anglosajón han pasado por la barbería Roald Dahl —nada de gordos, cretinos o brujas calvas—, las aventuras de James Bond y los casos de Agatha Christie, en cuya novela ‘Misterio en el Caribe’ Miss Marple ya no puede describir a uno de los empleados del hotel como «un hombre con bonitos dientes blancos». ‘Diez negritos’ se titula ahora ‘Y no quedó ninguno’.

La polémica sobre la corrección política se ha reavivado con la concesión del premio Goncourt, después de que uno de los finalistas, el canadiense Kevin Lambert, de origen quebequés, confesara haber llevado su manuscrito a la tintorería de la autocensura, al tiempo que otro escritor, Nicholas Mathieu, arremetía contra esta plaga importada, tan ajena al espíritu francés.

Ignoro si se trata de una colisión entre dos placas tectónicas transatlánticas o bien de una fractura generacional, pues los más jóvenes son muy sensibles a la cultura ‘woke’, del inglés ‘to wake’, esto es, despertar, tomar conciencia de la discriminación secular de algunos colectivos. Pero la sacralización de una causa justa e incuestionable puede implicar involución, el yugo del pensamiento único. La literatura y el arte en general constituyen un espacio de libertad absoluta para escarbar en las sombras. Una novela no es un reformatorio ni una audiencia judicial.

«Escribir sin ofender a nadie es un oxímoron […]. Lo políticamente correcto es la gangrena del arte en este siglo», sostiene Ariana Harwicz en el ensayo ‘El ruido de una época’, recién publicado por la editorial Gatopardo. Un texto valiente que arremete contra la imposición de dogmas y la literatura del marketing, al tiempo que exhorta, por el contrario, a nadar a contracorriente, a escribir sin miedo al destierro en una Siberia virtual. «Cancelar obras con el pretexto de que son homofóbicas o por apropiación cultural —plantea Harwicz— es un viaje de ida. Después los canceladores son a su vez cancelados, y todo vuelve a empezar». Una pesadilla tan angustiosa como las escaleras de Escher.

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