A pie de isla

A vueltas con las serpientes

«Qué pena que en vez de culebras no se hubiera venido con los olivos algún que otro buen poeta andaluz de esos que yo me sé»

Por capricho de modas jardineras de alta costura arquitectónica, y no del prêt-à-porter del adosado de turno, años atrás nos dio en Ibiza por importar multitud de olivos adultos de Andalucía, tierra parturienta de esta especie desde antiguo. Nos trajimos así pedazos enteros del campo andaluz aterronados entre sus raíces, y aterrorizados también por aquello del viaje en barco.

El campo andaluz, como cualquier otro, cuenta con sus animales, sus lomas, sus semillas, sus cielos, sus poetas y sus sudores. Pero con los olivos solo vinieron bestezuelas entre los raigones y oquedades de estos árboles con pasado de acebuche y habla fenicia. En este caso −me temo−, bestezuelas en forma de culebras durmientes que, al despertar con los primeros besos de sol, se vieron ante una isla entera por delante donde prosperar a su antojo a costa de la lagartija pitiusa, su desprotegida presa que jamás había visto más serpientes que las de los tatuajes de algunos turistas estrafalarios. Ahora, en cambio, las sufre hasta en sueños.

Qué pena que en vez de culebras no se hubiera venido con los olivos −encaramado en sus ramas, imagino− algún que otro buen poeta andaluz de esos que yo me sé, pues en las islas hay motivos para celebrar la vida de sobra −convida el Mediterráneo−, para cuantos hacedores de versos gusten presentarse, que aquí nunca acaban de cubrirse las plazas vacantes, sea la profesión que sea. Pregunten en el hospital de Can Misses y verán.

De todas maneras, entre los rumores de hojas de estos olivos trasplantados aún puede oírse el eco de algún que otro viejo poema de su tierra: «¡Viejos olivos sedientos / bajo el claro sol del día, / olivares polvorientos / del campo de Andalucía!».

Sin embargo, está claro que no desembarcó poeta alguno con los olivos importados −para desgracia nuestra y de las lagartijas y sus crías−, sino culebras, solo ellas. ¿Quién si no?, ya que de los caballos de Troya solo cabe esperar el fatal sigilo de los serpenteos de muerte al oscurecer. Jamás nadie de bien aguarda oculto en los vientres de madera de estos artilugios del engaño. (En la historia solo hubo una panza de madera de intenciones nobles, la del arca de Noé). No es de extrañar que tal ingenio, el del caballo de Troya, fuera urdido por todo un experto en la materia, Ulises. Engañó a los troyanos y a los dioses, le falló a sus hombres y no respetó el recuerdo de Penélope. Es justo la fragilidad de su naturaleza lo que hizo de él un héroe irresistiblemente humano.

Mientras esto escribo, las culebras que nos habitan la isla, por dentro y por fuera, del haz y del envés, siguen creciendo en número, imparables. Son tantas ya que si se trenzaran unas con otras unirían Ibiza y Formentera con un gran puente colgante de escamas.

No pasa semana que no vea algún errabundo ejemplar de culebra allí donde planto mi sombra. Ahí están, a la vista, en los jardines, las carreteras y los caminos, en los barrancos, los matorrales de los bosques y las pedreras, confesando o no su exterminio de lagartijas. Hay serpientes ya tan adaptadas a los usos de la isla que ellas mismas han domesticado, incluso, su paso y sus costumbres.

Hace semanas, este mismo periódico publicó la foto de una que iba la mar de tranquila, a sus cosas, camino de un supermercado. ¿Que no estuvo el animalejo a punto de entrar y todo subiéndose de polizón a un carro? Iría la culebrilla, pienso, a comprarse perdices en lata la muy ladina, que las lagartijas empiezan a escasear por estos lares pinosos. O a lo mejor a por una manzana fuji que colocarse bíblicamente en la boca para hacerse un selfi colgada de una higuera cualquiera. ¿Qué es un paraíso como el de Ibiza si no cuenta con una serpiente que tiente al yogui indocumentado que le quede más a mano?

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