Análisis

La fascinación del Titán

Una cosa es contribuir a la ética pública y otra muy distinta echar carnaza a la voraz ciudadanía excitada por la contemplación de la sangre

Rueda de prensa en la que se comunicó la tragedia del Titan.

Rueda de prensa en la que se comunicó la tragedia del Titan.

Antonio Papell

Venimos de vivir la última novela de aventuras. Toda la prensa mundial se ha expresado en parecidos términos: por fin se ha desvelado el misterio. El descubrimiento de fragmentos reconocibles en el lecho marino junto a los restos del Titanic, que confirma que el sumergible OceanGate Titan desaparecido se desintegró en una implosión instantánea el mismo día que se perdió el contacto con él, ha deparado un desenlace sombrío al misterio que ha conmovido y fascinado a personas de todo el mundo.

El destino incierto de los cinco pasajeros del sumergible (el aventurero británico Hamish Harding, el empresario Shahzada Dawood y su hijo adolescente Suleman, el veterano explorador francés Paul-Henri Nargeolet y el director ejecutivo de OceanGate, Stockton Rush) ha ocupado las primeras planas de la prensa mundial y ha provocado una acción de salvamento internacional que ha involucrado a cuatro países y ha costado muchos millones de dólares.

A la vista del gigantesco despliegue mediático, algunas voces han comparado la repercusión de la noticia con otros naufragios mucho menos publicitados. Así por ejemplo, estaba lleno de sentido un artículo de Bryoni Clarke en “The Guardian” ("Temíamos por los Titan Five. Pero esta historia también generó una emoción más fea: excitación") en que establece similitudes. Escribe Clarke: “Es imposible no comparar esta reacción con la mezquina respuesta y la superficial cobertura de prensa dada al hundimiento de un barco de pesca la semana pasada en el Mediterráneo. Se estima que había 750 personas a bordo. Sólo unos 100 sobrevivieron”.

No la preocupación por la suerte de aquellas víctimas "snobs" sino la morbosidad y la fascinación

La marcada disparidad del tratamiento dado a ambas informaciones en los medios y el diferente interés público entre los dos desastres revela claramente que ciertas vidas, en particular las de los desesperados solicitantes de asilo, cotizan poco en la opinión pública occidental. Muchos ven las reacciones marcadamente distintas como evidencia condenatoria de inconsistencia moral e hipocresía en las muchedumbres, en las audiencias, en los medios, en la humanidad en general.

“Esto puede ser parte de la historia —afirma Clarke—. Pero, ¿fue realmente un exceso de preocupación o de simpatía hacia las cinco víctimas millonarias lo que mantuvo a millones de personas pegadas al relato del suceso, convirtiéndolo en la historia más leída en muchos de los principales sitios de noticias durante días, incluso en medio de un colapso hipotecario y de una crisis inflacionaria?”.

A juicio de Clarke, la emoción que suscitó aquella curiosidad exorbitante y malsana fue realmente excitación. No la preocupación por la suerte de aquellas víctimas "snobs" sino la morbosidad y la fascinación. De hecho, se han publicado innumerables detalles escabrosos de los padecimientos que estarían experimentando los náufragos, cuya condición de multimillonarios elitistas y manirrotos solo sirvió para reducir a mínimos la empatía que la gente sintió hacia ellos en su destino infausto.

Una imagen del sumergible Titan.

Una imagen del sumergible Titan. / EP

Resalta Clarke que las historias de arrogancia y fragilidad del hombre frente a la naturaleza continúan fascinándonos y entreteniéndonos. El Titanic no ha sido la mayor tragedia de la historia pero sí contiene los elementos de un destino apoteósico, como de tragedia griega, que mostró la vulnerabilidad de un gigante fletado por los ricos ante las fuerzas sobrehumanas de la naturaleza. El Titán ha causado menos víctimas pero su nombre ha estado vinculado al Titanic, y Stockton Rush había manifestado a la CBS con ofensiva y blasfema arrogancia en 2017 que su submarino de fibra de carbono era “prácticamente invulnerable”. Como dijo del gran trasatlántico siniestrado su armador—y superviviente— Joseph Bruce Ismay.

En definitiva, es inquietante que esta sociedad globalizada se ponga en tensión y se convulsione de horror por un hecho después de todo anecdótico, casi irrelevante en términos objetivos (cientos de personas mueren al día en accidentes de todo tipo), y en cambio contemple sin inmutarse las muertes masivas de emigrantes que tratan de cruzar el Mediterráneo o que pretenden llegar por tierra a los Estados Unidos…

…Pero no existe verdadera contradicción entre lo uno y lo otro porque los dos sucesos no son dos caras de la misma moneda. Los medios y sus clientelas, que forman el entramado de la opinión pública, deberían confabularse para reseñar y criticar por razones éticas los inmorales desequilibrios socioeconómicos que dan lugar a los flujos migratorios.

Los grandes criterios morales basados en el derecho natural que ha adoptado el mundo en el siglo XX pretenden mitigar las desigualdades, repartir la riqueza, facilitar fórmulas de convivencia racionales y pacificas. Y el sistema mediático debería ser el soporte de semejantes vectores humanitarios. Y después que se dedique a lo excitante, si le place, para ganar dinero.

Si los medios no cooperan con las sociedades en esta tarea pedagógica, faltan a su deber y deben ser reconvenidos. Pero una cosa es contribuir a la ética pública y otra muy distinta echar carnaza a la voraz ciudadanía excitada por la contemplación de la sangre. Lo realmente malo sería que esta concesión al morbo diluyera la silueta de las otras tragedias que requieren una respuesta poderosa y urgente.