Opinión | Tribuna

El credo de mi feminismo

Es cierto que la historia no ha tratado muy bien a las mujeres. Y también es cierto que aún hoy, en nuestros días, hay países y civilizaciones donde no se respetan los derechos humanos, y menos los derechos de las mujeres. Pero si bien es cierto que la historia y algunos paradigmas culturales han menospreciado a las féminas, no menos cierto es que esto no legitima la venganza que algunas se están tomando contra los hombres. Porque si hacemos lo mismo que nos han hecho, si pagamos con la misma moneda, no somos mejores que aquellos que causaron nuestra injusticia.

En este sentido, de todos es sobradamente conocida la regla de oro que debería regir la ética de nuestras acciones. Se trata del principio moral por todos conocido que puede expresarse en su versión negativa «no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti», o en su formulación positiva «trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti». Y esta premisa que ha de regir nuestro comportamiento solo tiene una salvedad a la que apuntaba el dramaturgo, crítico y polemista, George Bernad Shaw «no hagas a otros lo que quisieras que te hagan a ti. Sus gustos pueden no ser los mismos». Salvando esta excepción aceptable en algunos casos, entiendo que la regla de oro ética mencionada bien se podría aplicar para corregir al feminismo en su estado «impuro». Y me refiero al feminismo radical que busca resarcirse de las desigualdades del pasado fustigando al hombre y causando en él la injusticia que en otros tiempos se causó a las mujeres.

Reconozco también que hay mujeres popularmente conocidas que me provocan vergüenza ajena y que le hacen un flaco favor a la causa femenina. Podría poner muchísimos ejemplos, pero el que me viene ahora a la cabeza es el de la muy honorable vicepresidenta tercera Yolanda Díaz y sus absurdas disquisiciones. En un sentido opuesto, existen y han existido a lo largo de la historia mujeres que nos han enorgullecido por su talento y acciones, mujeres que han destacado por su nobleza e inteligencia y que se han convertido en referentes sociales, entre ellas, destacar a Teresa de Calcuta, Madame Curie, Margarita Salas y Rosalía de Castro.

Dicho lo cual, si el feminismo defiende los postulados de igualdad entre ambos sexos, no siento ni aprecio que este sea el significado que se le está dando a la palabra feminismo. Y no lo siento porque no creo en un feminismo radical y extremo que acaba discriminando al hombre y causando situaciones injustas. No creo en un feminismo que promueve la discriminación positiva. No creo en un feminismo de cuotas. No creo en un feminismo de radicalismos. No creo en un feminismo politizado. No creo en un feminismo que divida a las mujeres y a la sociedad en su conjunto. No creo en un feminismo de izquierdas, ni en un feminismo de derechas. No creo en un feminismo que me obliga a utilizar un lenguaje inclusivo que nos ridiculiza. No creo en un feminismo que se convierte en un campo de batalla. No creo en un feminismo postizo que rompe los cimientos que unen al ser humano.

Creo en un feminismo valiente frente al enemigo de la libertad. Creo en un feminismo como espacio de encuentro. Creo en un feminismo que une a personas libres de pensamiento. Creo en un feminismo despolitizado. Creo en un feminismo que promueve la igualdad de oportunidades. Creo en un feminismo justo y equilibrado. Creo en un feminismo que pone en valor al talento por encima del género. Creo en un feminismo que no rompe la convivencia. Creo en un feminismo sin fronteras. Creo en un feminismo que me permita alcanzar la justicia social. Creo en un feminismo que no me sea impuesto. Creo en un feminismo que no sucumba a la injusticia. Creo en un feminismo que no sea hipócrita. Creo en un feminismo que ponga fin a la pesadumbre y la desesperanza de quien se ve desprovisto de sus derechos por una cuestión de género,

«No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente» (Virginia Wolf)

Suscríbete para seguir leyendo