La sociedad de la lluvia

Ir viendo ‘La sociedad de la nieve’ en el teléfono móvil dentro de un avión. Les habrá llegado en vídeos y fotos de internet. Yo lo presencié el otro día en un vuelo de regreso a Barcelona: una pasajera absorta en la tragedia aérea de los Andes mientras comía Doritos sobrevolando Asturias.

En los comentarios a los vídeos viralizados, la gente tira de humor o tilda a ese tipo de persona de psicópata. Y es cierto que es algo así como ponerte ‘Titanic’ en un crucero o ‘Tiburón’ en la playa, incluso como leer ‘El nadador en el mar secreto’ en la sala de partos mientras sube la oxitocina. Lo habitual es pensar que estás ante una persona irreflexiva o inmune al miedo. Pero también puede ser todo lo contrario: un ser atemorizado que se está preparando para lo peor y para quien las indicaciones del personal de vuelo (cómo soplar el chaleco) son insuficientes. «He ahí a una persona sólida, que jamás se quedará sin papel higiénico», pensé, mirando a mi compañera de vuelo. «Guárdate algún dorito para luego», añadí mentalmente.

En realidad, yo no puedo opinar demasiado porque, desde que vi la película, hago algo más taimado. Ya en la cola de embarque, escaneo a todos los pasajeros calibrando cómo respondería cada uno ante una situación tan extrema. Casi los miro como un recién divorciado tasando a posibles parejas en una discoteca del Maremagnum. Es una especie de ‘casting’ macabro que acaba siempre en autodesprecio: me miro y concluyo que no llegaría a la primera noche.

Es como aquella viñeta que satirizaba los ambientes creativos de Barcelona. Un tipo estirado en el suelo y con los brazos en cruz y alguien preguntando: «¿Algún médico en la sala?». Y unas cinco personas levantando el brazo para decir su profesión: cuatro djs, dos diseñadores y un escritor.

En el avión de la Fuerza Aérea Uruguaya de 1972 cupo la esperanza, porque se trataba de un vuelo fletado para llevar a un equipo de rugby a Chile. Un montón de veintañeros en plenitud, atléticos física e intelectualmente. Con una amiga imaginábamos el otro día qué pasaría si fueran escritores de mediana edad: creo que no sobreviríamos ni a una avería de Rodalies en el Vallés. La situación más extrema quizá habría sido aquel jueves de aglomeraciones en el Primavera Sound. De hecho, en Barcelona ni siquiera cae agua del cielo, así que un pequeño chubasco que nos cogiera cruzando plaza Catalunya nos convertiría en ‘La sociedad de la lluvia’.

Nos ponemos tutoriales de YouTube para cargar una bombona de butano, anudarnos una corbata o colgar un cuadro. «¿Alguien sabe cómo conectar los cables de este aparato de radio de la cabina para pedir auxilio?», preguntaría un hipotético líder. «No, ¡pero yo tengo un podcast de ‘true crime’!», saltaría uno, a lo que tres o cuatro añadirían que ellos también, de ‘tuitliteratura’ o de poligamia en tiempos de precariedad afectiva. «¿Alguien que camine veinte kilómetros para encontrar ayuda?», diría otro, y solo levantaría la mano un tipo diciendo que él hace el trasbordo de paseo de Gràcia tres veces a la semana. Me mirarían a mí y yo me encogería de hombros y cedería lo que llevo en mi maleta: dos galletas Dinosaurus Artiach, varios cables enmarañados, un carné de socio del Zoo y un ejemplar de ‘El estilo de los elementos’, el último y fascinante libro de Rodrigo Fresán, de 788 páginas (quizá me lo reclamarían para la hoguera o para acabar conmigo cuanto antes, tirándomelo a la cabeza).

Muchos de nosotros formamos parte de una generación con un conocimiento de nicho y una habilidad pretecnológica ampliamente superada por cualquier bonobo torpe. Sabemos darnos de alta y baja de autónomos, pero los problemas vienen cuando falla la cisterna del baño.

Seguramente, si se estrellara el avión acabaríamos pidiéndole al de al lado que nos llamara a ver si encontrábamos nuestro móvil entre los escombros. Y luego, como hicimos en pandemia, nos pondríamos juntitos, acaso compartiendo una manta, daríamos de baja algunas suscripciones para compartir una sola cuenta e iríamos al menú de Netflix. «¿Qué ponemos?», diría alguno. Dudaríamos, paralizados un buen rato, pero, bueno, el tiempo no sería el principal problema. «Pues dicen que ‘La sociedad de la nieve’ está chula», propondría aquel diseñador gráfico de Avilés. Pues venga, la ponemos. «Esperar y confiar», diría yo, citando ‘El conde de Montecristo’, y esa sería mi mejor aportación.

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