A pie de isla

Vuelve el coro de toses

Mutismo absoluto en las playas de la isla durante las calmas de enero (las minves de gener). Flota un voto de silencio generalizado, empezando por el aire y el agua, más enclaustrados que nunca en sí mismos, encapuchados de soles. Tampoco se mueve ni una sola brizna de los azules de un mar que parece anterior al hallazgo eólico de las olas. Afonía marina, afonía celeste, nada se oye, nada sacude la insondable quietud del paisaje; la banda sonora del litoral permanece apagada. Nada salvo mi tos, un sonido inoportuno que se me cuela en estas irrepetibles vistas de abstracciones marinas y formas costeras de nitidez asombrosa que ni un televisor 8K sabría reproducir.

La tos se erige como dueña y señora a cada paso de esta caminata playera con que me obsequio a mí mismo, justo dos días después de haber ejercido de cuarto rey mago la jornada de Reyes; una dadivosa tarea real acometida asimismo por el resto de españoles en sus hogares. (Melchor, Gaspar y Baltasar han hecho más por la monarquía en este país que todos los Austrias y los Borbones juntos).

Tanto toso, toso tanto, que ando a trompicones por la orilla, como un títere enredado en sus propios hilos. Un títere del montón al que el servicio de urgencias del hospital de Can Misses le diagnosticó hace nada la famosa gripe A, la indiscutible reina epidémica de este invierno. Así que no me queda otra que engrosar la tosigosa muchedumbre de sus entregados súbditos, coreando a toda hora su omnipresente himno de toses, pieza musical algo confusa de letra, dicho sea de paso. Y lastrada también, me temo, con cierta sobrecarga de graves porcinos en sus notas, habida cuenta de la primera especie animal que empezó a sufrir esta afección respiratoria.

Apenas avanzo unos metros por la arena y entro en bucle con esta dichosa tos que llevo clavada en el pecho, una daga de virus hundida hasta la empuñadura. Ni los pañuelos ni los antigripales dan abasto, nada contiene mi hemorragia de toses, inagotable, un torrente acústico que utiliza el mundo de caja de resonancia para proclamar la supremacía racial de los virus respiratorios sobre el hombre, otra suerte de virus al fin y al cabo, dada su inclinación a parasitar a otros seres vivos.

Llego a la conclusión de estar hecho de tos. Jamás imaginé que mis pulmones pudieran expulsar tales ráfagas de aire −y tan infecto−. «¡Apartarse, soy un peligro!», ensayo expresar con la mirada. Más que un peligro, un vector atiborrado fuera de control capaz de desatar la madre de todas las epidemias.

Pensando en el prójimo, busco en el bolsillo del chaquetón. Sí, el bozal de toses, ese al que llaman mascarilla, lo tengo a mano. Aunque la verdad es que no me cruzo con casi nadie. Y los pocos que aparecen se me apartan de un brinco nada más oírme la tos, muy reseca −ideal como reclamo de focas−, pues cualquiera que entendiera una pizca de quebrantos respiratorios, no dudaría en clasificarla como perruna. Sí, perruna, ni cavernosa ni asmática ni bronquial. Las toses, complejas y variadas por sí solas, requieren de su vocabulario para distinguirlas entre sí. Las hay productivas, como las de Gustavo Adolfo Bécquer. O resecas con tufo a pitillo, como las de Joaquín Sabina.

Los médicos españoles subrayan que las mujeres en nuestro país verbalizan mejor que los hombres los síntomas de sus dolencias al acudir a sus consultas. Al escucharles su narración se hacen una idea exacta, ubicándoles la geografía de su dolor con precisión en el mapa de la enfermedad correspondiente. Con los hombres, en cambio, los galenos van más a ciegas que los veterinarios cuando le preguntan al periquito enfermo.

Tal cosa en absoluto es aplicable a mi familia, sobre todo en lo relativo a enfermedades respiratorias. Desciendo de una rancia estirpe de tísicos de reconocido prestigio: un cuadro clínico de libro, un historial memorable. Mi padre cursó pleuresía tuberculosa. Sin embargo su hermano mayor apuntó más alto. Pasando de preámbulos, cayó malo de tuberculosis directamente, a lo grande, aunque sobrevivió por lucir una gordura colosal, proeza biológica que no alcanzó en cambio la única chica de los tres hermanos, flacucha y mística como pocas que bien pronto voló inmaculada a reunirse con el Creador. Corrían los ‘felices años veinte’. En cuanto a mí, tan positivo di en la prueba de la tuberculina que se impuso a la población infantil en los sesenta, que pensé que iba a salir en el NO-DO. Sí, el bacilo de la tuberculosis, aunque atontado, corre por mis venas. Así que cuando toso mucho me transformo en Gustavo Adolfo y escribo rimas. Todo es ponerse.

Mi familia se las ha visto tantas veces con estos males que ha desarrollado un vocabulario de lo más elaborado para pormenorizar sus síntomas. En especial mi padre, que además del léxico contrajo una fobia mayúscula, hasta por un simple resfriado. La tos en mi casa, además de estigma, era casi como la nieve para los esquimales, que utilizaban hasta cincuenta palabras para nombrar sus diferentes estados.

Por lo que a mí respecta, fui un discípulo poco aventajado. Ahora bien, al acudir a la farmacia a por un antitusivo da gusto oírme cuando se me pregunta qué tipo de tos curso.

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