Indolencia invernal

Cada vez es más frecuente escuchar a los ibicencos afirmar que experimentan una sensación creciente de sobrar en la isla, de que la tierra donde han nacido o les ha visto crecer parece rebelarse progresivamente contra su economía, su cultura o su manera de vivir, hasta el extremo de llegar, a veces, a sentirse extranjeros en la patria.

Aquellos que vivimos las primeras décadas de un turismo que ya era de masas, gozamos una juventud en la que los residentes podían pasear por cualquier enclave pitiuso sin sentirse que estaban fuera de lugar. El restaurante, chiringuito, comercio o sala de fiestas que pisaran era indiferente. La gente isleña se mezclaba con el extranjero recién instalado o el turista de paso, sin que importara oficio, condición económica o cualquier otra etiqueta social. Y esa mezcla heterogénea de gentes, culturas y vivencias, compartiendo ambientes y espacio físico, constituía, en esencia, el rasgo característico más insólito de la isla.

Playas espectaculares, campos labrados y montes verdes los había por doquier a lo largo y ancho del Mediterráneo y, por supuesto, en la mayor parte de una costa española aún paradisíaca y por explotar. Sin embargo, la sensación de libertad, miscelánea y ausencia de tabúes que destilaba Ibiza hacían de ella algo único en Europa.

Hoy, a primera vista, la principal barrera parece ser la económica, dado que muchos ibicencos, además de la vivienda, no pueden permitirse disfrutar –y en un buena parte tampoco les apetece– de las nuevas delicatessen surgidas en este proceso acelerado de transformación de los negocios de toda la vida en sucursales del lujo y el despilfarro. Sus tarifas desorbitadas, además, casi nunca guardan relación con la calidad que se les presupone. Ésta, probablemente, sea la característica primordial de la nueva Ibiza: la posibilidad de hinchar los precios sin justificar temporada tras temporada y que los turistas, misteriosamente, sigan picando y viniendo.

Sin embargo, un análisis más profundo de la realidad ibicenca probablemente revelara que las razones de esta sima social que separa a oriundos de turistas y propietarios de segundas residencias, más que económicas, guarden relación con la corriente de elitismo excluyente e indigesto que se propaga por playas e interiores como una sombra pavorosa. Esta oleada de banalidad y clasismo repele al ibicenco, incluso aunque puede permitirse pagar la cuenta.

Ibiza solo recupera cierta normalidad en invierno, cuando la inmensa mayoría de estos negocios excluyentes, de zonas vip y catenarias, echan el cierre y la isla recobra el compás. Entonces, estos negocios pierden automáticamente su glamour y su estética, quedando fachadas, techos, farolas, macetas y otros elementos decorativos cubiertos con plásticos negros y otros materiales igualmente repulsivos. Una coraza que permite sortear las inclemencias meteorológicas sin invertir en mantenimiento fuera de temporada, a costa de convertir las áreas donde se ubican en una suerte de barrios fantasma camino del vertedero urbano. Buena parte de estos elementos, por cierto, acaban arrancados por el viento y deprimiendo aún más las calles.

Dichos negocios, ahora envueltos en celofán, están situados en zonas que, además de turísticas, son residenciales. Los vecinos se ven obligados a sustituir el agobio del verano por el abandono y la dejadez del invierno. En Ibiza hay paseos marítimos, calles, plazas y playas tan depreciadas desde el punto de vista estético que expulsan a quien se aventura por ellos.

En la isla se ha alcanzado tal nivel de tolerancia con la industria turística, que ya no solo se le permiten los abusos del verano, que hace ya mucho que sobrepasaron los límites de lo soportable en muchas áreas, sino que también se les acepta dejar Ibiza hecha un estercolero en temporada baja.

Sorprende, asimismo, que ante esta falta de respeto por el residente y su calidad de vida, las administraciones locales sean tan poco beligerantes. Por ejemplo, obligando a estos establecimientos a mantener un aspecto mínimamente decente durante el tiempo que permanecen cerrados. Basta un paseo por cualquier zona turística para observar cómo algunos llevan este proceder hasta el extremo más zafio, mientras que otros negocios que tienen al lado actúan de una forma más ejemplar. Si el respeto por el residente no les sirve como argumento, háganlo al menos por los turistas que llegan fuera de temporada y que son cada vez más.

Ciertamente, Ibiza queda en invierno para los ibicencos, pero no es la isla de siempre, sino una versión empobrecida y ruinosa. Y éste es solo un aspecto ínfimo de la revolución estética que se requiere y que afecta a otros muchos campos, desde la arquitectura y el urbanismo, pasando por el mobiliario urbano, la publicidad estática o el cuidado de parques, rotondas, etcétera. Qué lejos queda aquella campaña que definía Ibiza como un jardín en el mar. A este 2024 que ahora empieza, por tanto, habría que pedirle para Ibiza y Formentera, además de una mayor redistribución de la riqueza, algo de coherencia, estética y sencillez.

@xescuprats

Suscríbete para seguir leyendo