La extrema derecha usa la amnistía para provocar una crisis de Estado

Albert Garrido

El acuerdo de investidura suscrito el jueves por el PSOE y Junts es terreno abonado para las reacciones emocionales, pero nada tienen de emocionales la mayoría de las reacciones contrarias al acuerdo, las declaraciones desabridas y la guerrilla urbana en la calle Ferraz, tan semejante en las formas a la que se explayó en Barcelona a raíz de la sentencia del procés. Entra dentro de lo previsible y explicable el disgusto en amplios sectores de la sociedad española -incluida una parte muy reseñable de la opinión pública catalana- por la amnistía acordada, pero resulta un ejercicio de deformación extrema de la realidad otorgar a la fecha del acuerdo el primer paso hacia una dictadura (Isabel Díaz Ayuso, la autora de tal disparate). Es cierto que Pedro Sánchez abundó en declaraciones que descartaban la amnistía durante la campaña que precedió a las elecciones del 23J, pero no lo es menos que Alberto Núñez Feijóo no hizo ascos a un acuerdo con Vox para gobernar al día siguiente de que las urnas le dispensaran una victoria insuficiente al PP y se dispusiera a repetir la alianza consumada con la extrema derecha en comunidades autónomas y ayuntamientos después de las elecciones de mayo. Una operación de riesgo para la cultura democrática, esta última tan trabajosamente forjada a partir de la transición.

«Muchos catalanes progresistas no independentistas asisten confundidos al frenesí negociador de Félix Bolaños y Santos Cerdán, y la única posibilidad de que el sapo no se les atragante es que puedan comprobar que los responsables de todo el desaguisado también tengan que comerse su ración de batracio», escribió el día 3 Andreu Claret. Tal batracio puede que sea la mención expresa del artículo 92 de la Constitución a propósito de la convocatoria de un referéndum porque, al remitir la celebración de la consulta a los términos previstos en tal artículo, Junts renuncia de facto a la unilateralidad. No cabe otra interpretación a la luz de lo que allí se prescribe: «Las decisiones políticas de trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos (…) El referéndum será convocado por el Rey, mediante propuesta del presidente del Gobierno, previamente autorizada por el Congreso de los Diputados. Una ley orgánica regulará las condiciones y el procedimiento de las distintas modalidades de referéndum previstas en esta Constitución».

A esa realidad se le pueden dar las vueltas que se quiera, pero el hecho cierto es que nada de cuanto ataña en el futuro a la convocatoria de un referéndum, si se da, podrá escapar a lo dispuesto en el artículo 92. La prueba efectiva de que tal mención tiene un poder disuasorio de la unilateralidad de primer orden es que el mismo jueves ERC y Junts se abstuvieron en el Parlament cuando se votó una propuesta de la CUP para convocar en Catalunya un referéndum, ese sí unilateral, antes de que venza la legislatura. Seguramente, es inútil manejar tales sutilezas ante la multitud enardecida que acude a Ferraz, movilizada por la extrema derecha con la pretensión de provocar una crisis de Estado, desbordado al PP en su oposición al acuerdo en la calle. Resulta más preocupante, en cambio, la movilización de las togas cuando aún no se conocía el contenido del acuerdo PSOE-Junts y, sin embargo, se prodigaron en el Consejo General del Poder Judicial y en diferentes instancias para interferir en la marcha de las negociaciones.

Incluso la extemporánea iniciativa del comisario de Justicia de la Unión Europea, Didier Reynders, pidiendo explicaciones al Gobierno español relativas a la amnistía se antoja más fruto de su afinidad con el PP que una necesidad acuciante y reglada de disponer de tal información. Entre otras razones porque el Gobierno aún no se la podía dar -no se había cerrado el acuerdo- y, en última instancia, es difícil no enmarcar el asunto en el ámbito de la política doméstica y sí de la comunitaria. Salvo que Reynders se haya atribuido una misión tutelar del comportamiento de los parlamentos nacionales, algo del todo impropio, lo que el Congreso apruebe tendrá la legitimidad de cuanto sale de allí apoyado por la mayoría de rigor y si con posterioridad hay recursos en el Tribunal Constitucional, demoras en la aplicación de la ley o se dan otras circunstancias ahora imprevisibles, no tendrá Reynders mayores competencias para condicionar el desarrollo de los acontecimientos. Aun así, el comisario puede dormir tranquilo: el Gobierno se comprometió a tenerle informado a partir de la sustanciación del acuerdo para la amnistía.

La pregunta esencial para sacar conclusiones verosímiles de cuanto sucede estos días es si es preferible ese pacto, que incomoda a muchos españoles, pero mantendrá al neofranquismo fuera del Gobierno, o renunciar a él y sentar a Vox en el Consejo de Ministros, algo que, más temprano que tarde, redundaría en una crisis de Estado. Porque incluso más allá del propósito de Pedro Sánchez de mantenerse en la Moncloa y del de Sumar de prolongar su alianza de Gobierno con el PSOE, fruto de un contexto que nadie previó antes del 23J, es necesario responder a esa pregunta, sopesar hasta dónde podría degradarse la cultura democrática con el aterrizaje ultra en el Ejecutivo y hasta qué punto es una insensatez que Núñez Feijóo presente la amnistía como un peligro para la democracia de parecido tenor al que representó en su día el terrorismo de ETA.

El PP ha de pasar el duelo de la victoria de julio que al cabo no lo fue y sacar conclusiones de su incapacidad para dar con socios para gobernar más allá de Vox. Es ese un requisito indispensable para que pueda prescindir de cuantos creen que un pacto con Vox es uno de tantos, una posibilidad más ni mejor ni peor que otras. Lo cierto es que no lo es y que el conglomerado de minorías que ha podido armar el PSOE tiene que ver en gran medida con el hecho de que todas ellas comparten la convicción de que apoyar, consentir o simplemente no hacer nada para evitar la entrada en el Gobierno de la extrema derecha equivaldría a su suicidio político. Por lo demás, puede que el acuerdo para la amnistía tenga la virtud de serenar los espíritus en la vieja cuestión catalana, pero lo más relevante, de momento, es que es fruto de una determinada coyuntura en la que, de no lograrse el compromiso, la convocatoria de elecciones hubiese entrañado todavía mayores riesgos para la cultura democrática. Porque la amnistía no es plato del gusto de muchos españoles, pero la aceptan y asumen porque el recuerdo de la dictadura, de aquella cultura del sectarismo extremo y la aniquilación del adversario, es más determinante que cualquier otra consideración.

Suscríbete para seguir leyendo