A pie de isla

Astros

Semanas atrás, el experto en arqueoastronomía Antonio César González García explicó en una entrevista en este periódico la importancia que las primeras culturas de las Pitiusas atribuyeron a la observación de los astros. Señaló que el sepulcro megalítico de Ca na Costa en Formentera, el único del que se tiene constancia en estas islas, presenta una orientación similar a la de los restos megalíticos de Mallorca y Menorca; es decir, al oeste, al contrario que en la Península, que se orientan al este. Mientras que en esta la mayoría de dólmenes están relacionados con la salida del Sol o de la Luna, en todas las Baleares lo están con su puesta. Así que estos datos constituyen el antecedente más remoto de una práctica muy extendida a día de hoy en Ibiza: la masiva obsesión existente en la isla cada verano por contemplar a toda costa puestas de sol frente al mar. Como poco, es un precedente curioso, una coincidencia evocadora.

La fotografía de una puesta de sol en Sant Antoni, realizada por el ibicenco Nicolás Miguel Fernández −que fue premiada en un importante concurso nacional convocado por Instagram− bien podría haber sido captada por un coetáneo de las construcciones megalíticas avezado en artes fotográficas situado frente a poniente en una de ellas, excepto por un detalle de poca monta: ni rastro todavía por aquel entonces ni de Canon, Leica, Kodak u otras marcas fabricantes de ingenios fotográficos.

Bromas aparte, lo sustancial aquí es subrayar que la fascinación por ese sublime instante eucarístico en que el sol se deja invadir de horizonte hasta esfumarse luego en vapor de atmósfera −que acabamos por respirar−, no ha menguado después de tanto tiempo.

Miles de años más tarde −en esencia somos los mismos, salvo que uno solo de nosotros genera más basura que toda la población isleña de entonces− nos siguen cautivando los mismos ‘sacramentos’, en este caso el que nos administra la naturaleza a manos de sus puestas de sol, provocándonos una paz interior difícil de explicar si no es con música de Gustav Mahler. Para mí queda claro que este del atardecer es el primero de los siete sacramentos que nos reserva la naturaleza, y digo siete y no otro número por hacerle eco −panteísta− a la doctrina católica (si son ustedes pacientes, en futuros artículos les iré desmigajando los otros seis).

Pero más allá de cuestiones espirituales, los astros en general han sido considerados desde los albores de la humanidad como herramientas visuales tanto de geolocalización como de medición del tiempo. Su observación ha sido vital así en la navegación como en la agricultura. Sobre la primera, decir que ya Plinio el Viejo dejó claro que los navegantes van rumbo opuesto a unos astros o directos hacia otros, o sea que son sus instrumentos de navegación en el cielo. Tales cosas debieron ser para los fenicios cuando fijaban estos el rumbo a un puerto, como el de Ibiza. Sostiene Antonio César González que eran mejores navegantes que los propios griegos, porque mientras que estos últimos se orientaban de noche con la Osa Mayor, aquellos lo hacían con la Osa Menor, más ajustada al Polo Norte.

En Hawái, sin embargo, una de las constelaciones clave para hacerse a la mar durante días era la de El Boyero. Arturo, su estrella más brillante, era llamada allí Hokule’a, que significa Luz de Alegría. El estudio de las principales estrellas se reservaba a los navegantes, quienes memorizaban 32 direcciones que equivalen a los puntos en el horizonte donde se ponen o salen aquellas. Gracias a esto podían navegar durante semanas de isla en isla.

El uso reservado a los astros para la agricultura viene también de muy antiguo. En Egipto, cuando observaban que la estrella Sirio hacía su aparición por el horizonte justo antes del sol −en julio− sabían que el Nilo iba a desbordarse (las crecidas eran determinantes para las cosechas por cubrir el suelo con limo nuevo).

Pero donde se dedicaron en cuerpo y alma al estudio de los astros fue en Mesopotamia. Allí no tenían tanta suerte como en Egipto; los desbordamientos del Tigris y el Éufrates no eran regulares como las del Nilo y resultaba imposible anunciarlos. Pobres diablos, iban de cráneo. Así que inventaron la astrología, que no era como lo que es ahora, una superchería que vincula el destino de las personas al movimiento de los astros. En Mesopotamia la astrología se contemplaba como asunto de Estado; pronosticar las crecidas era fundamental para la comunidad. Así que agruparon las estrellas en constelaciones y estuvieron atentos a su andadura por el cielo −incluyendo al resto de astros−, estableciéndose patrones temporales para las crecidas. En este sentido, al agricultor ibicenco no le ha hecho falta alguna ser perito astrólogo. El río de Santa Eulària es otra cosa, un bendito que no da quebraderos de cabeza. Sencillo cual payés, le basta con el título de ser el único río de las Baleares. No así el Turia en Valencia en el pasado. Más impulsivo, de la raza del Éufrates pero en cachorro. Aunque allí de astrología lo mismo, res de res; ni falta que hacía. Su patrona, la Geperudeta, avisaba poco antes de la riuà cubriendo sus mejillas con lágrimas de barro (esto lo fabulo yo, pero qué bonito de haber sido así).

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