Docentes o ‘influencers’

Ocho leyes educativas después, empezamos otro curso en el que no se sabe si la ley vigente durará mucho más, qué pasará con la dichosa selectividad, y otras cuestiones similares a las de cada año. Pasará septiembre, llegarán o no nuevas elecciones, pero la incertidumbre se mantendrá, porque aquí las leyes nacen sin consenso y cada nuevo gobierno promete cambios que al final quedan en nada.

Eso es lo de siempre, la misma queja, la misma reivindicación, el mismo asunto que afecta a alumnos, padres y profesores, o sea, que muy pocos se libran de verse implicados. Que la educación importe poco o que no interese que exista un país formado ha acabado por asumirse, como si fuera asumible esa desgana.

Lo que parece increíble es que sigamos quejándonos, sin hacer nada, sin contrarrestar el continuo ataque al sentido común. Creemos que una vez ejercido nuestro derecho al voto, ya no tenemos nada mejor que hacer como ciudadanos que esperar, pero tantos cursos después, resulta ridículo que no despertemos y dejemos de lloriquear por las esquinas.

Cada docente puede hacer mucho en su aula, con sus alumnos, en lugar de someterse a las novedades de turno que consideran la educación como una campaña de moda otoño-invierno en la que lo que prima es la foto y que te aplaudan en las redes.

No somos youtubers, ni influencers, sino educadores, y nos hemos dejado convencer de que las tecnologías ya no tan nuevas son el objetivo y no una herramienta más, poderosa y maravillosa, sí, pero herramienta al fin y al cabo. Ahora, como si tuviéramos quince años, creemos que cada actividad que no fotografiamos o grabamos para las redes, no existe.

Nos embarcamos en proyectos insulsos, adornados, eso sí, con el condimento de la palabrería, y, como charlatanes de feria, vendemos y compramos humo. Dejémonos de quejas, dejémonos de modas, no nos creamos a la última porque hacemos fotos o llamamos situaciones de aprendizaje a lo que se llevaba haciendo toda la vida a poco que te gustara tu profesión y fueras un poco activo.

Puede que algunos, muy pocos, respondan a la mala fama que tiene nuestra profesión, pero la enorme mayoría es responsable, se implica, y dedica a su trabajo muchas más horas de las que nadie le reconocerá nunca. En su aula, cada uno sabe lo que de verdad importa, para eso se ha formado, para eso eligió esta profesión tan hermosa, a pesar de algunas leyes, por encima de neoconversos y adalides de la estupidez.

Puede que volvamos a tener más alumnos por clase y encima se nos pida que cumplamos con la atención a la diversidad de treinta personas cada una con sus características. Puede que cada ley se convierta en una losa, a pesar de las buenas intenciones, porque no hay dinero, la educación no importa mucho, y lo que cuenta es la foto, la publicación en Instagram y la pura apariencia.

Pero quedarnos quietos no es la opción. No hace falta que nos volvamos todos necios y reduzcamos nuestra labor a la de animadores de cumpleaños o tíos jóvenes que juegan con sus sobrinos.

Existe una forma de resistencia que se puede ejercer cada septiembre: la honestidad, esa palabra tan antigua. Somos docentes, y tenemos que hacerlo de la mejor manera posible: por nuestros alumnos, sus padres, por la sociedad, pero también por nosotros, para poder mirarnos al espejo sabiendo que ayudamos a formar personas, no consumidores, adultos, y no niños consentidos, que se crean a salvo de la frustración, el fracaso y la incertidumbre, por desgracia tan comunes en la vida como la estupidez reinante.

Suscríbete para seguir leyendo