La pinza en el pelo

Cada mañana me levanto de la cama convertida en una persona nueva. Hoy va a ser el día en que empiece una nueva vida, me digo, y veintiún días después, como dicen los expertos, habré convertido mi decisión en costumbre, y todo será más fácil. Ya no probaré el alcohol, por ejemplo, ni una cervecita fría, ni un vino blanco, ni un tinto de los que dejan los labios manchados y el alma, limpia. Tampoco probaré las comidas menos sanas, o lo haré en muy pocas ocasiones, como quien se concede un regalo.

Adiós al queso fuerte, a untar pan, al placer culpable de abrir una bolsa de patatas fritas sabiendo de sobra que no vas a coger solo una. Como me gusta mucho la verdura, y en verano me alimentaría solo de gazpacho (sin pan), ensaladas y sandía, por ahora no veo mucho problema.

También me despediré del móvil, algo que casi he conseguido estos días, al menos de su uso parásito del tiempo perdido. Lo utilizaré como teléfono o para mandar mensajes, no como relleno de esas siestas en que el sopor es tan grande que ni te deja seguir el argumento de un libro.

Haré mucho más deporte del que ya practico, y del de verdad, sin miedo a las clases dirigidas de nombres impronunciables en las que sudas al compás de ritmos ante los que quisieras huir.

No me limitaré a pasear, mi deporte preferido, sino que daré saltos mientras a ella le gusta la gasolina o mamasita baila sabrosona, tratando de no enfadarme ante las letras de algunas canciones que consideran a la mujer poco más que un accesorio junto con el descapotable, las joyas de oro y la gorra.

También me arreglaré más, me pintaré, y me dedicaré más tiempo ante el espejo, no como ahora, que suelo usar el justo para quitarme la pinza del pelo antes de que me lo recuerde el reflejo en el ascensor.

Veré más series para tener de qué hablar, caminaré recta y no iré por la vida a toda prisa, sino dedicándole su tiempo a cada asunto, sin agobiarme.

Luego, ante el café y las tostadas, me sonrío orgullosa de mis buenos propósitos que suelo mantener hasta bien entrada la tarde, sobre todo ahora, en verano. En invierno me duran menos, como casi todo. Por la noche, recompongo los pedazos de mi determinación, los bordes del queso, la bolsa de patatas fritas El Gallo, las búsquedas inútiles en el móvil, el paseo agradable que me he dado pero que ni de lejos se parece a una actividad extenuante, el libro que he leído, sin descansar la vista, la ropa cómoda, la ausencia de maquillaje... mi yo de siempre, que se dormirá sabiendo que mañana se despertará a punto de convertirse en una persona nueva.

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