Cada generación vive su Titanic

Se diría que cada generación vive su Titanic, del mismo modo que, como aseguraba Ernst Jünger, ninguna época escapa a su locura. Sólo que ahora los tiempos se aceleran y las generaciones apenas llegan a cerrar una década. Envejecidas prematuramente, las pasiones políticas –que se reproducen por mímesis– cambian de signo según sople el viento. No debería extrañarnos. A lo largo de sus memorias, John Lukacs no se cansó de explicar que en su Budapest natal el nazismo dominante se hizo comunista en cuestión de horas. Siempre ha sido así: las ideas se cogen al vuelo porque suenan bien y, sobre todo, porque interesan puntualmente. Por ello, tanto da jurar el cargo “por imperativo legal” como hacerlo por la paz mundial o por la alarma climática. Los rituales, en cualquier momento y lugar, cumplen la función pacificadora que la tradición (y la neurociencia, si hacemos caso a la biología) les ha asignado. Cada generación vive su Titanic –y nosotros llevamos ya unos cuantos–, aunque el poder político siga en su afán de construir castillos de naipes para luego dejarlos caer. La alternativa es el hartazgo, que supone una forma como cualquier otra de cinismo. Comprensible, de todos modos. Si una dieta con exceso de hidratos y grasas causa todo tipo de enfermedades metabólicas –de la diabetes a la hipertensión–, la sobredosis informativa actual genera otra especie de malestar, que conduce rápidamente a la desconexión.

De la generación que surgió el 15-M y de la cual se dijo que era una de las más politizadas y nítidamente de izquierdas de la historia, hemos pasado a otra que se educa en las redes sociales con los llamados fachatubers y que vota –parece ser– masivamente a Vox. Por supuesto, también pasará esta moda; aunque siempre quede el poso de la decepción –como ha sucedido en Cataluña con el procés– y la huella del encono grabada en el alma o en la conciencia del ciudadano.

Hoy Unidas Podemos se encuentran inmersas en un camino de desintegración; el independentismo vasco y catalán esperan, como agua de mayo, la llegada de un gobierno de derechas que les permita recurrir a su habitual fábrica victimaria; Sánchez necesita activar la tan cacareada alarma anti-fascista para evitar su derrota; y Núñez Feijóo busca equilibrar su política de pactos –aquí gobierno con Vox, allí apoyo al PSC–, a fin de desautorizar los mensajes del sanchismo. La política se ha convertido así en una factoría de relatos, donde lo que menos importa es prestar atención al auténtico malestar de la sociedad o permitir siquiera que emerja. Hay que llenar el espacio público de ruido para crear un clima interesado, que algún día explotará dejándonos a la intemperie.

A un mes de las elecciones generales, conviene alejarse de la contienda y mirar el escenario con una cierta distancia. Mejor pecar de flemático que de lo contrario, mejor descreer que caer en la ingenuidad. Christopher Clark en ‘Sonámbulos’, su aclamado estudio sobre la I Guerra Mundial, reflexiona sobre el impacto descomunal que tuvo la propaganda en el cultivo de la moral de guerra sobre los distintos países que entraron en conflicto. En el futuro, algún historiador tendrá que analizar nuestro tiempo desde una perspectiva similar: el daño que nos ha hecho la política, los estragos que ha causado la propaganda.

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